En épocas de crisis solemos reivindicar los valores perdidos y recordar con desaliento a los hombres y mujeres que hicieron grande a nuestra Patria. Es un ejercicio de memoria, de análisis de la actualidad, que, vistas las circunstancias, hoy se cimienta en el tradicional pesimismo y nostalgia que forma parte esencial de nuestra identidad como pueblo. En 1810 los patriotas argentinos, liderados por brillantes criollos y expatriados de distinta extracción, preparaban una revolución que terminaría con la dependencia al poder español para que una nueva Nación, libre y soberana, asomara entre las potencias de la Tierra. Fueron años de lucha, conspiraciones, sangre derramada y pensamiento creativo. Sobraban huevos, se dice hoy con simplicidad tribunera, pero también cerebros y un masivo compromiso insobornable con la libertad. Se soñó con un país que fuera ejemplo de bienestar, prosperidad y justicia. 100 años más tarde, ese país ya era una realidad. "La Argentina ocupa ahora una posición tan significativa como la que tenía Estados Unidos a comienzos del siglo XIX y, de continuar esta evolución, antes del fin del siglo XX el país tendrá, sin duda, una importancia igual a la de Estados Unidos en los tiempos presentes”. La frase pertenece a Carlos Pellegrini. Y el ex presidente no estaba haciendo gala de la prepotencia y arrogancia típica de los pseudo-estadistas actuales, que pintan una realidad de maravilla sobre una tela de miseria. Esa Argentina potencia era una realidad.
El Bicentenario nos encuentra ahora en un lugar impensado, no sólo para los próceres de la Revolución, sino también para todos aquellos políticos, científicos, educadores, obreros, artistas, intelectuales, amas de casa e inmigrantes que durante 200 años trabajaron para que en esa enorme franja de tierra casi triangular que se encuentra al pie de las Américas se levante una de las naciones más poderosas del planeta.
Sería fácil, entonces, dejarse ganar por el escepticismo y la decepción, y conceder con los pesimistas de siempre en que, la verdad, no tenemos remedio. Pero no es así. Para la enfermedad de la corrupción, la indigencia, la violencia social, la mezquindad política, la pérdida de valores, el miedo, la frivolidad y el individualismo, tenemos el remedio de la ética, la fuerza de las ideas, la creatividad, los recursos naturales, la solidaridad, la justicia y la esperanza. Porque en Argentina, por cada uno que te pisa hay muchos más dispuestos a levantarte; por cada uno que cierra puertas hay muchos más que las abren; por cada uno que baja los brazos ante el primer gol en contra hay dos que no pierden de vista el arco de enfrente hasta que termina el partido. Porque son más los verdaderos artistas que los frívolos, los honestos que los sinvergüenzas, los trabajadores que los ladrones.
A veces cuesta verlo; los otros hacen más ruido, aparecen en la televisión o pronuncian discursos altisonantes; se pintan la cara y el pelo y ostentan alhajas de oro; tienen un arma en la mano, o un micrófono, o una abultada billetera. Pero no son más. Y no pueden ganar.
Si hace 200 años San Martín y Belgrano pudieron derrotar a uno de los imperios más poderosos del planeta, ¿cómo no vamos a poder nosotros derrotar a los miserables que usurparon un país que no les corresponde?
Si hace 100 años levantamos imponentes edificios, diagramamos una nación ejemplar, logramos construir una sociedad de avanzada y universidades del más alto nivel, si la cultura nos identificó en el mundo y las puertas del país se abrieron para inmigrantes de distintas razas, ávidos de continuar sus vidas en esa tierra magnífica de oportunidades increíbles... ¿cómo no sentir esperanzas de que con un titánico esfuerzo y un compromiso inquebrantable podemos levantarnos y dejarles a las futuras generaciones el país que se merecen y que nunca debimos perder? ©