Y así nomás, sin demasiadas advertencias, nuestro mundo cambió de manera repentina. Refugiados en nuestras casas nos enteramos no sin poca incredulidad que ya no es seguro salir a la calle, hacer las compras, jugar al fútbol con los amigos, organizar una fiesta de cumpleaños, o siquiera juntarse en el café para tratar de encontrarle un sentido a todo esto. El coronavirus alteró la vida humana en el planeta; hoy las más grandes ciudades del mundo, desde Nueva York a Buenos Aires y desde Madrid a Shanghái, lucen desiertas. La incertidumbre se ha apoderado de millones de personas que no saben hasta cuándo durará esta pesadilla.
Al cierre de esta editorial y como mencionamos en las páginas de este número, Estados Unidos es ya el primer país del mundo con más casos de afectados por el virus, y esto recién empieza, ya que por estos lados los contagios han llegado semanas después de los de China o Europa. Absurdamente lento para responder con políticas de salud pública ante la obvia gravedad de la situación, el gobierno estadounidense comenzó perdiendo tiempo minimizando, sobre todo a través de su canal de TV oficial, el poder letal de este nuevo virus. Ya a comienzos de enero los servicios de Inteligencia habían alertado al presidente y al Congreso sobre el peligro de que el coronavirus comenzara a contagiarse de inmediato entre la población y apuntaban a la devastación humana que la pandemia causaría entre los estadounidenses. Pero Trump, fiel a su estilo, no escuchó. Al mismo tiempo que el presidente declaraba no estar “para nada preocupado” y que la situación estaba “totalmente bajo control” (22 de enero), el virus comenzaba a replicarse en todo el país. Ese era el momento para comenzar a realizar tests masivos y tomar drásticas medidas para mitigar la catástrofe, como hicieron países como Corea del Sur. Y aún hoy, el presidente Trump parece no entender que no, que el país no se va a normalizar para Semana Santa, que no volveremos a trabajar en contacto con la gente antes de que el peligro haya disminuido notablemente. No sorprende que aquellos países cuyos gobernantes no entendieron o no les importó entender la gravedad de la pandemia (Estados Unidos, Brasil, Gran Bretaña -cuyo Primer Ministro, Boris Johnson, es hoy uno de los infectados por el virus…), debieron dar marcha atrás, agachar la cabeza y escuchar a sus ciudadanos, a sus científicos, y al resto del mundo. Lástima que durante ese tiempo fallecieron cientos de personas que podrían haber sido salvadas. Nos resulta raro poder decir esto, pero al final de cuentas el gobierno argentino es uno de los que se pusieron a la vanguardia en el mundo con políticas públicas inmediatas y actuando en coordinación con el jefe de Gobierno porteño, de signo opositor, para contener la crisis antes de que explote como sucedió en Italia, España o aquí en Estados Unidos.
Más allá de lo que digan los ineptos e irresponsables que piensan más en las pérdidas monetarias que en las humanas, nosotros (la mayoría de nosotros, al menos) no somos estúpidos y nos organizamos por nuestra cuenta. Más allá de los inconscientes que llenaban las playas y los bares mientras veían por televisión los féretros de las víctimas en diferentes países, muchos entendimos a tiempo que esto era algo distinto, algo que posiblemente pase solo una vez en nuestra vida, y que, siguiendo los consejos de los científicos internacionales, el distanciamiento social era la mejor opción para “aplanar la curva” de la infección y priorizar las vidas humanas por sobre la economía y el entretenimiento.
Por supuesto, la reconstrucción de nuestras vidas será ardua y llevará tiempo; muchos nos hemos quedado sin trabajo, o sin proyectos, o en el peor de los casos, sin alguno de nuestros seres queridos. Pero ya nos ocuparemos de reencauzar la vida en el futuro. Por ahora, la prioridad es cuidarnos a nosotros mismos y a los demás. Combatir “la peste” para que no siga cobrando vidas en cada rincón del planeta. Aislarnos, aunque apoyándonos unos a otros de la manera que nos sea posible, es la mejor manera de ponerle fin a la pandemia, o al menos desacelerar el ritmo de contagios para que los hospitales y personal sanitario no se vean más desbordados de lo que ya están.
Es importante que en tiempos de desesperación y pesimismo llamemos a nuestros familiares y amigos, a nuestros vecinos, a la gente de los negocios que frecuentamos y preguntarles cómo están, hacerles saber que no están solos, que hay alguien pensando en ellos. Sobre todo los chicos y los ancianos pueden estar sufriendo de ansiedad, temor, depresión, incertidumbre… Una llamada, un email, un texto puede ser suficiente para tender una mano en tiempos en que hacerlo en persona ya no es siempre posible.
Después no faltará la oportunidad para analizar por qué esta pandemia llegó a tener la magnitud que tiene, una magnitud cuyo pico es aún muy difícil de predecir. Deberemos replantearnos muchas cosas, como individuos y como sociedad. Pero ahora es tiempo de calma y reflexión, de cuidados, de introspección, de unirnos como pueblo global por una causa común que es la de combatir el virus y sobrevivirlo. Es en estos momentos en los que la palabra “comunidad” se redefine y toma una relevancia muy especial. Estamos separados, pero unidos. Y no hay que perder de vista que en algún momento estaremos otra vez abrazándonos con nuestros amigos, organizando un picado en el parque, o juntándonos alrededor de una mesa de café para contarnos las vicisitudes que nos ha tocado vivir durante esta época de pesadilla.¤