Editorial • Marzo 2019

El alienado K, protagonista de la genial novela El Tribunal, escrita por Kafka entre 1914 y 1915, hubiese terminado aún mucho más desesperado de haber tenido que lidiar con sus problemas en los Tribunales federales argentinos, o en cualquier otra dependencia pública o privada de nuestro país. Pasan las décadas, cambian los gobiernos, se renuevan las generaciones, y seguimos envueltos en los mismos embrollos que nos han llevado al borde de la catástrofe. Que a los argentinos nos cuesta ponernos de acuerdo no es ningún dato revelador, pero nunca deja de sorprendernos esa resistencia a implementar reglas básicas de convivencia diaria y unos pocos parámetros políticos que se mantengan en el tiempo.

Si bien es cierto que aquí en Estados Unidos la irrupción de Donald Trump en la política generó un cisma en la sociedad, existen acuerdos básicos que no se modifican porque forman parte de la cultura de la nación. Por eso mismo es que muchos políticos republicanos, la mayoría por lo bajo, otros abiertamente, cuestionan la falta de carácter moral y ético del actual presidente, su falta de tacto, y sus ataques a la prensa disidente, entre otras cuestiones que hacen a la esencia de la política de este país. Hay ciertas normas, escritas o no, que nunca cambian, no importa quien gobierne.
En Argentina, sin embargo, la norma es que no se respeten las normas, que se las ignore o, en el mejor de los casos, se las relativice. Y antes de que alguien se sienta ofendido, aclaramos que lo decimos con dolor y asumiendo la parte de responsabilidad que a cada uno de nosotros nos cabe como argentinos. Más allá de las bellezas naturales con las que cuenta el país, la cultura, la solidaridad, la capacidad creativa del argentino, lo que nos impacta, tal vez por su tremenda dimensión, es el desorden. El desorden de las políticas económicas, el desorden del tránsito en las ciudades, el desorden de los piquetes, el desorden de los puestos callejeros, el desorden de nuestras universidades… El desorden argentino es célebre en el mundo, y lo asumimos como una de nuestras costumbres, una forma de ser y de actuar como sociedad.
Por eso, hemos tomado con humor la llegada de la “moda Marie Kondo” a la Argentina. La chica japonesa que se hizo famosa como Consultora Organizativa, un pomposo título para denominar su método para, básicamente, organizar placares y apilar toallas, es hoy una celebrity que ha escrito cuatro libros sobre el tema y tiene su propio show en Netflix. Quizás usted no lo sepa, pero la chica se estableció hace poco en Los Angeles, por lo que no sería raro que se la cruce un día de estos en los pasillos de algún Whole Foods o caminando por el boardwalk de Venice Beach.
Kondo dice que su método se ha inspirado en el shinto, la religión y corriente filosófica originaria de Japón, y considera que limpiar y organizar nuestras pertenencias puede ser una práctica espiritual. Según ella misma relató alguna vez, su pasión por el orden comenzó un día cualquiera mientras ordenaba su casa y se dio cuenta de que estaba enfocándose en separar las cosas para tirar, en lugar de enfocarse en las cosas que quería guardar. Simple, pero da para pensar, ¿no?
¿Podrá esta filosofía inspirarnos a ordenar nuestra Argentina, generar acuerdos para seleccionar esas grandes cosas que valoramos, ubicarlas en un lugar privilegiado en donde todos las podamos apreciar y cuidar a través del tiempo? Sería estupendo si Marie Kondo se diese una vuelta por las pampas, y aprovechándose de su actual popularidad, se olvidara un poco de las medias y las camisetas, de las ollas y sartenes y los vasos de la cocina, y nos diera algunos consejos shintoístas para ordenar cada uno de los ambientes de esa gran casa nuestra que es la Argentina de todos. Todo un desafío que, de resultar exitoso, la catapultaría no solo a la fama, que ya la tiene, sino más bien a la inmortalidad. ¤