“Si peleamos por la educación, venceremos a la pobreza”
No es fácil catalogar a Domingo Faustino Sarmiento dentro del panteón de los próceres argentinos. Su obsesión con el tema Educación Popular ha hecho que se lo conozca ya como el gran maestro de la patria; de hecho, en 1947 la Conferencia Interamericana de Educación, reunida en Panamá, establecerá la fecha de su muerte como el Día Panamericano del Maestro. Pero Sarmiento también ha sido minero, soldado de las fuerzas unitarias, periodista y escritor, ministro y presidente de la República... Pocos personajes despiertan sentimientos tan disímiles entre nuestros compatriotas: por un lado se lo acusa de racista sanguinario y por otro se lo exalta como el más grande de los estadistas argentinos. Mientras que unos critican su visión europeísta y su desprecio por lo nativo, otros destacan el extraordinario progreso del país durante su presidencia.
Nos encontramos en su casa de Asunción, adonde se ha retirado a pasar sus últimos días, en compañía de Aurelia Vélez, hija de Dalmacio Vélez Sarsfiled, autor del Código Civil Argentino. El pasado 6 de septiembre ha sufrido un ataque al corazón; se lo ve débil y cansado, aunque con el ímpetu que le da la certeza de saber que su legado marcará la historia de nuestro país, porque como alguna vez él mismo expresó con vehemencia, “Las ideas no se matan”.
¿Qué balance de su vida haría hoy, Don Sarmiento, en esta noche tan inusualmente cálida para la época y a tan pocas horas de su muerte, aquí en el Paraguay?
Diría que he nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia, más que mía de mi patria, endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno, y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la tierra y toda la escala de los honores humanos, en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la Tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente, y sin fortuna que nunca codicié, porque era bagaje pesado para la incesante pugna.
¿Cómo fue su infancia en San Juan? ¿A qué jugaba?
Mi infancia no fue todo lo feliz que hubiese deseado. No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar una cometa, ni uno solo de los juegos infantiles a que no tomé afición en mi niñez. En la escuela aprendí a copiar sotas, y me hice después un molde para calcar una figura de San Martín a caballo que suelen poner los pulperos en los faroles de papel; y de adquisición en adquisición, yo concluí en diez años de perseverancia con adivinar todos los secretos de hacer mamarrachos.
Todo hacía prever que lo íbamos a contar entre los grandes maestros del arte gráfico argentino, pero en eso se quedó en el camino...
Sí, faltóme la voluntad para perfeccionarme. En cambio esparcí más tarde en mi provincia la afición a este arte gráfico, y bajo mi dirección o inspiración se han formado media docena de artistas que posee San Juan. Pero aquella afición se convertía en mis juegos infantiles en estatuaria, que tomaba dos formas diversas: hacía santos y soldados, los dos grandes objetos de mis predilecciones de niñez.
Se dice que de chico, al no poder acceder a una educación más acorde a sus pretensiones, usted mismo se encargó de abastecerse de material y estudiar mientras trabajaba en la tienda de su tía.
Y así es: la historia de Grecia la estudié de memoria, y la de Roma enseguida; esto mientras vendía yerba y azúcar, y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él. Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo, y una señora pasaba para la Iglesia y volvía de ella, y sus ojos tropezaban siempre, día a día, mes a mes, con este niño inmóvil insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que, meneando la cabeza, decía en su casa: "¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros no los leería con tanto ahínco!"
En un texto de primaria hay un cuento que habla de su tesón por concurrir a clase: es un día de tormentas en el que la maestra piensa que ninguno de los alumnos se animará a salir, y sin embargo al llegar a la escuela, ahí está usted esperando, todo mojado. La ilustración lo muestra con cuerpo de chico y guardapolvo, aunque curiosamente con su cara de grande. Y es que en el futuro su nombre será sinónimo de presentismo escolar; de hecho, se dirá que es un “Sarmiento” aquel que nunca falta a clases, llueva o truene. ¿Ha sido ésta su característica principal como estudiante?
Una de ellas, aunque no la más importante. En la escuela me distinguí siempre por una veracidad ejemplar, a tal punto que los maestros la recompensaban proponiéndola de modelo a los alumnos, citándola con encomio, y ratificándome más y más en mi propósito de ser siempre veraz, propósito que ha entrado a formar el fondo de mi carácter, y de que dan testimonio todos los actos de mi vida.
Hay que decir que esta particularidad de la que ahora se jacta lo han ubicado como uno de los hombres públicos más polémicos de la corta historia argentina...
Todos los días irrito susceptibilidades y crío deseos de encontrar en mi conducta acciones que me denigren. Debiera ser más prudente; pero en punto de prudencia, me sucedió lo que a los grandes pecadores, que dejan para la hora de la muerte la enmienda.
En una Argentina que recién se está formando ¿Por qué cree que el futuro de la República depende de la educación popular?
Porque el poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen. Y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar esta fuerza de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean, porque el saber es riqueza, y un pueblo que vegeta en la ignorancia es pobre y bárbaro, como lo son los de la costa de Africa, o los salvajes de nuestras pampas.
¿Educación para todos? Se lo pregunto porque se ha hecho fama de elitista y hasta de reaccionario, y disculpe que le diga que razones sobran...
Educación para todos, porque para tener paz en la República Argentina, para que los montoneros no se levanten, para que no haya vagos, es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, enseñarles a todos lo mismo, para que todos sean iguales... Para eso necesitamos hacer de toda la república una escuela. La educación ha de preparar a las naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de la sociedad, sino simplemente a la condición de hombre.
Sin embargo, entiendo que los habitantes originales de esta tierra no entran en su “programa educativo”, Sarmiento...
Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado.
Bien; en otras épocas, afortunadamente, la mayoría de los argentinos civilizados catalogará sus comentarios de salvajes, y muchos considerarán que esta forma de pensar empaña sus aportes a la vida cívica y cultural del país. ¿No le da pena que su legado se vea disminuido por el odio que, según reconoce usted, no puede controlar?
No; es que yo he excitado siempre grandes animadversiones y profundas simpatías. He vivido en un mundo de amigos y enemigos, aplaudido y vituperado a un tiempo. Mi vida ha sido desde la infancia una lucha continua; menos debido esto a mi carácter, que a la posición humilde desde donde principié, a mi falta de prestigio, de esos prestigios que la sociedad recibe como realidades, y a un raro concurso de circunstancias desfavorables. Los que creen que hace dos años que principió esta lucha con las resistencias, con la sociedad, con las preocupaciones, y que es debido a mis indiscreciones solamente, se engañan mucho. Es mi vida entera un largo combate, que ha destruido mi físico sin debilitar mi alma, acerando y fortaleciendo mi carácter.
Para usted la dicotomía civilización o barbarie está resumida en la opción ciudad o campo, lo europeo o lo autóctono. Me resulta curioso que siendo usted un hombre de provincia haya desarrollado tanto desprecio por la vida de campo y tanta admiración por la ciudad. ¿Podría explicarlo?
Por supuesto: a falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no pueden desenvolverse, sino a condición de que los hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre del campo. Las mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se visten; todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el trabajo; y gracias si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz, para el alimento de la familia, pues el pan es inusitado como manutención ordinaria.
El gaucho ha merecido una buena parte de su odio a la “barbarie”. ¿Lo considera también al gaucho un ser humano inferior, sin posibilidades de desarrollo cultural o progreso?
Claro; la vida del campo ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es feliz en medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales, para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus deseos.
¿No son necesarios los brazos del gaucho para realizar los trabajos no intelectuales? Porque el progreso del país no puede reducirse a sus escuelas y universidades; va a haber que sembrar y cosechar, criar ganado, levantar puentes y redes ferroviarias...
Es que el gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee.
¿Por qué tanto odio hacia Rosas y sus federales? El ni siquiera es indio ni gaucho...
Porque él ha destruido los colegios y quitado las rentas a las escuelas. ¿No ha perseguido Rosas la educación pública y hostilizado y cerrado los colegios, la Universidad y expulsado a los jesuitas? Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; hoy es un tirano sin rival en la tierra. ¿Y por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran unitarios salvajes y no federales sabios, toda esa multitud de hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a introducir el cultivo de la morera, este otro, al de la caña de azúcar, ese otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés personal, sin otra recompensa, que la gloria de merecer bien de sus conciudadanos?
¿Qué reflexiones le merece hoy la guerra civil que divide aún a la Argentina, y que lo tuvo a usted fervientemente apoyando a una de sus facciones?
Como todas las guerras civiles, en que profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga y obstinada. ¿Por qué no se ha consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra fratricida y de exterminio, a fomentar la educación del pueblo y promover su ventura? ¿Qué se le ha dado, en cambio de sus sacrificios y de sus sufrimientos? Federación, Unidad, libertad de cultos, inmigración, navegación de los ríos. Poderes políticos, libertad, tiranía: todo se ha dicho entre nosotros, todo nos ha costado torrentes de sangre.
“Un periódico es el hombre. El ciudadano, la civilización, el cielo, la tierra, lo pasado, lo presente, los crímenes, las grandes acciones, la buena o la mala administración, las necesidades del individuo, la misión del gobierno, la historia contemporánea, la historia de todos los tiempos, el siglo presente, la humanidad en general, la medida de la civilización de un pueblo”.
¿Qué le ha faltado a nuestro país para ser como los de la Europa que tanto usted admira?
A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos. Hubiérase entonces explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno, y a los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas, y a la conciencia nacional, íntima, plebeya, que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810; a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad.
Se nos acaba el tiempo, Sarmiento, y luego de agradecerle la atención de atenderme, no quisiera dejar de preguntarle ¿Cómo imagina su muerte esta madrugada?
Espero una buena muerte corporal, pues la que me vendrá en política es la que yo esperé. No deseé mejor que dejar por herencia millones en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías férreas el territorio, como cubierto de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, de que yo gocé sólo a hurtadillas. †
“Facundo no ha muerto. ¡Vive aún! Está vivo en las tradiciones populares, en la política y las revoluciones argentinas...”