Tres o cuatro semanas atrás se dieron a conocer fotos y videos del influyente dirigente peronista bonaerense Martín Insaurralde paseándose en un yate por Marbella en compañía de una joven mujer, de esas que suelen mostrarse junto a empresarios, políticos o deportistas millonarios. La chica exhibía con el cholulismo que corresponde al caso unos cuantos regalos de lujo que supuestamente le había hecho su galán.
Por unos días, el hecho causó revuelo en la sociedad, que indignada se manifestaba contra la corrupción política. Unos días antes, otro hecho de corrupción -este tenía como protagonista a un puntero bonaerense y a buena parte de la legislatura provincial- también interpelaba a la clase política y sus negociados turbios.
En otros países democráticos y civilizados del mundo, nomás estos dos hechos hubiesen hundido las chances de los candidatos de ese partido en las elecciones generales. En Argentina, sin embargo, la corrupción es el verdadero cuarto poder, y su influencia no solo en elecciones, sino en la vida diaria de los ciudadanos, es tan relativa como nuestros conceptos de tiempo y espacio.
Los grandes ganadores de esta primera vuelta electoral fueron los candidatos del partido que cobija a los muchachos antes mencionados: Sergio Massa, candidato a presidente, y Axel Kiciloff, reelegido como gobernador de la provincia de Buenos Aires. Pero la cosa no termina ahí: Martín Insaurralde es el gran caudillo de Lomas de Zamora desde hace años, y el escándalo que protagonizó lo obligó a refugiarse quién sabe dónde por un tiempo, al punto de que ni siquiera asomó la nariz para ir a votar, mientras la Justicia lo investiga por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito. No problem: su aliado, el candidato peronista de Lomas, Federico Otermín, se impuso con el 51% de los votos y será el nuevo intendente de esa localidad del sur del conurbano.
Para dejarlo en claro: los candidatos oficialistas no solo no fueron afectados por los escándalos de corrupción, sino que mejoraron su performance con respecto a las elecciones primarias.
¿Inexplicable? No tanto. Aunque esa sea la definición más escuchada dentro de los medios y parte de la sociedad argentina, hay factores que llevaron a esta nueva vieja realidad. Y uno de esos factores fue precisamente un personaje histriónico, de modales desaforados, trumpista del subdesarrollo y promotor de ideas estrambóticas que le sirvieron para hacerse un nombre sin ningún tipo de aparato político ni palmarés en la gestión pública.
Como ya lo habíamos propuesto antes en este espacio editorial, el economista/showman Javier Milei fue un regalo caído del cielo para un oficialismo que protagoniza el peor gobierno de la historia democrática argentina. Sin un Milei arrastrando votos desde la derecha, el oficialismo no tenía chances frente a la más moderada oposición de Juntos por el Cambio, cuyos candidatos hace apenas un par de meses se mandaban a coser los vestidos y trajes para la investidura presidencial, ya que la elección era nomás un trámite. Pero con sus pelos revueltos y sus gritos, con su campera de cuero y su constante alusión a libros de la ortodoxia económica, Milei captó el enojo y la desilusión de millones de argentinos, en buena parte jóvenes, quienes, con todo perdido, ya no tenían más para perder y estaban dispuestos a caminar sobre la cornisa de un desfiladero sin fondo.
Los dirigentes de Juntos por el Cambio -y muy particularmente su ex líder, el hoy difunto ex presidente Mauricio Macri- mostraron su falta de habilidad política para contrarrestar esta jugada maestra del oficialismo en fogonear a un extremista mediático para dividir los votos opositores. Para peor, eligieron como candidata a Patricia Bullrich, figura con menos carisma que una piedra, quien encima se quedó sin discurso cuando Milei le arrebató las banderas de la bronca, simplemente porque gritaba más fuerte y proponía ideas más extremistas que ella, ideas que muchos indignados compraron con gusto.
Sin embargo, en el campo de La Libertad Avanza no festejaron con demasiada convicción la entrada al ballotage. Por un momento, el narcisismo de su líder los llevó a pensar que ganarían en primera vuelta, porque ¿quién iba a votar a un candidato que es el ministro de Economía de un país con la inflación más alta del mundo, niveles de pobreza y marginación desesperantes, y encima… corrupción desenfrenada y a la vista de todos?
Pobres principiantes… desestimar al peronismo es no entender el trabajo de los aparatos estatales o paraestatales bonaerenses, la influencia de los señores feudales de las provincias sobre un pueblo hambreado y acostumbrado al yugo, los “planes platita”, y esa perenne veneración de millones de argentinos a las figuras de Santo Juan Domingo y Santa Evita, y sus apóstoles modernos.
Pero no todo debe atribuirse a la incomparable astucia del peronismo a la hora de pelear por cargos y cofres. El mismo Milei, ayudado por algunos de sus colaboradores más cercanos, se encargó de pisar cemento a riesgo de quedar anclado en el piso, como finalmente sucedió, ya que no solo no pudo consagrarse en primera vuelta, sino que ni siquiera sumó votos con respecto a las internas. En efecto, se ancló en ese 30% que le sirvió para ubicarse segundo y competir en el ballotage, algo que ahora, en relación a sus expectativas, se ve como poquito.
En los días previos a la elección, en lugar de calmarse y proyectar una imagen de estadista, de seducir a los indecisos, de buscar consensos que le aporten los votos necesarios, Milei se dedicó a sumirse en un extremismo aún más delirante que el que ya había demostrado. Motosierra al hombro, se mostró desencajado, más insultante que de costumbre, y hasta acercándose a lo peor de la “casta” sindical. Un poquito está bien, pensaron muchos, pero la locura tiene un límite.
Dicen que la gente, cuando está en la lona, desahuciada, se vuelve más cautelosa por miedo a perder lo poquito que le queda, por temor a que las migajas que come del piso sean arrastradas por el viento. Quizás, pensaron muchos, sea mejor esta miseria que nos mantiene vivos y no un salto al vacío que nos puede dejar sin lo poquito que tenemos.
Es posible que nunca antes los argentinos hayan tenido que elegir entre dos candidatos tan paupérrimos. Pero ahí están, el superministro de un gobierno fallido y el entertainer que quiere privatizar las calles y las ballenas. El camaleón populista que lejos de “meter presos a los ñoquis de La Cámpora” como prometía en elecciones pasadas, ahora forma listas con ellos más lo peor del sindicalismo y empresariado local, y el delirante populista que coquetea con la resaca del fascismo internacional, desde Donald Trump y Jair Bolsonaro hasta los líderes del Vox español.
Tanto Massa como Milei andan por estos días haciendo lo imposible por captar las simpatías de los políticos de la oposición a los que hasta hace poco acusaban con los peores epítetos, con la esperanza de sumar los votos de sus simpatizantes. Es todo un espectáculo verlos tan conciliadores y amables, tan abiertos a las alianzas con todo aquel que arrime un votito por izquierda o por derecha.
En unas semanas, uno de ellos será el presidente argentino. Suena cruel, aunque repasando los nombres de los presidentes de los últimos 30 años, podemos afirmar que Argentina… tiene ciertas chances de sobrevivir.¤