Con el fallecimiento de Néstor Kirchner se cierra una etapa en la historia política contemporánea de la Argentina, al mismo tiempo que se abre otra que, por el tremendo peso específico del fallecido y el lazo familiar que lo ataba a la actual presidenta, no puede menos que llenarnos de incertidumbre.
Kirchner era un hombre enfermo. En febrero de este año había sido intervenido de urgencia tras una obstrucción de la vena carótida. Como un gato amenazado, que se presenta más fuerte de lo que es para proteger su integridad, así hizo el ex presidente: ni bien salió del hospital, se mostró entero, entusiasmado, desafiante, como si nada hubiera pasado.
Al cabo de apenas seis meses, en septiembre, ya estaba de vuelta en el quirófano para someterse a una angioplastia y recibir un stent en la arteria obstruida. "Hay Kirchner para rato", decía Cristina al salir del hospital. ¿Una expresión de deseo para ocultar el inminente suicidio anunciado? Porque si de algo no se podrá acusar a la pareja presidencial es de ser -haber sido, en el caso de Néstor- estúpidos. Con ese ritmo de vida, su destino no podía ser otro que el que encontró la mañana del pasado 27 de octubre. Kirchner vivía envuelto en un stress crónico, era hipertenso y además -algo que nunca se había hecho público- diabético: la receta perfecta para el infarto. Por eso, y para usar un lugar común que en este caso aplica a la perfección, se podría decir que murió en su ley. Nos queda la duda de si el santacruceño sabía fehacientemente que caminaba hacia un nuevo episodio cardíaco y no le importaba, si se creía inmune a la muerte, o si consideraba que no le quedaba otra salida que la de seguir viviendo de la única manera que supo hacerlo: militando, confrontando, acumulando.
Tres actividades que marcaron no sólo su actividad política, sino el resto de su vida. El 25 de mayo del 2003 se convirtió en el 54to presidente de la Argentina, luego de haber sido gobernador de Santa Cruz por más de una década. Llegó al poder de la mano de un peso pesado del peronismo, Eduardo Duhalde, de quien luego se distanciaría convirtiéndose en uno de sus principales enemigos políticos. Nótese que la palabra "enemigo" no es exagerada: para Kirchner lo eran todos aquellos que no se encolumnaban detrás de su proyecto y amenazaban con disputarle el poder.
Para bien o para mal, su estilo de hacer política estuvo marcado por la confrontación; nunca dudó en cargar contra políticos de la oposición o de su mismo partido, nacionales o de otros países, y mantuvo un particular e irresuelto encono contra los monopolios informativos, particularmente contra los grupos Clarín y La Nación. Una vez en el poder, el eufemismo no fue jamás parte de su discurso. Nunca se ahorró los adjetivos más feroces para calificar a sus opositores hacia la izquierda y derecha del espectro político, y siempre tuvo lista en su boca -o en la de su fiel jefe de Gabinete- la respuesta inmediata para cualquier crítica hacia su gestión.
La acumulación a la que hacíamos referencia más arriba fue otra de sus características más marcadas: Néstor Kirchner acumuló dinero, propiedades y poder. Su nombre ocupó un lugar en la lista de personas más ricas del país, allí junto a varios personajes de la oligarquía que tanto detestaba. Esa condición de millonario progresista desconcertó más de una vez a muchos de sus aliados y seguidores, quienes no sabían bien dónde ubicarse a la hora de justificar el poder económico de aquel que proponía desde los palcos una política de confrontación con el establishment financiero, los monopolios y el imperialismo. "Preferiría que Kirchner no fuese tan millonario", dijo no hace mucho uno de los intelectuales que lo apoyaba.
La idea de perpetuarse en el poder comenzó a gestarse ya desde su primer mandato, cuando propuso a su esposa como candidata a sucederlo, cosa que se concretó en octubre del 2007, cuando Cristina se convirtió en la nueva presidenta del país. Néstor, como no podía ser de otra manera, nunca se alejó del poder y continuó oficiando como la verdadera fuerza política detrás de su mujer. Su intención era regresar a la presidencia el año que viene, sucediendo a Cristina, quien a su vez intentaría sucederlo a él en el 2015. Planes a largo plazo nunca le faltaron, sobre todo en lo referente a la conservación del poder. Kirchner desconfiaba de todos; ni siquiera el perrito faldero de Daniel Scioli, quien se cansó de agachar la cabeza ante las constantes humillaciones a las que lo sometía su jefe, le inspiraba confianza. Su círculo íntimo era muy pequeño: lo conformaban su familia, el locuaz Aníbal Fernández, algunos personajes dentro del campo de los derechos humanos, como Hebe de Bonafini, y otros vinculados al espectáculo. El jefe de la CGT, Hugo Moyano, fue uno de sus principales aliados, aunque el creciente liderazgo y ambiciones de poder del ex camionero los había comenzado a alejar en los últimos tiempos. De hecho, se reporta que la noche anterior a su fatal paro cardiorespiratorio, ambos habían discutido fuertemente por teléfono.
Néstor Kirchner fue lo que se conoce como un político de raza, con todo lo bueno y lo malo que eso trae aparejado. Sus principales aciertos fueron haber estabilizado la economía, haber conformado la Corte Suprema de Justicia más respetada de las que se tenga memoria, y haberle devuelto a la política el carácter de herramienta de cambio que había perdido a mano de los grupos empresarios.
A partir de aquí, habrá que ver si Cristina puede finalmente llegar a ejercer el poder que el pueblo le confió, o si la ausencia de su esposo le abrirá las puertas a los leones que esperan agazapados para ocupar el inmenso espacio que dejó el fallecido ex presidente. ©