INTRODUCCION A LA ENTREVISTA DEL MES: LEON GIECO
Un pobre Agujero llega a Buenos Aires
Cuando uno se pone a investigar la vida y obra de León Gieco, se sorprende, antes que nada, por dos cosas: que todos saben ya que León no es su verdadero nombre (cosa que yo, debo admitirlo, ni siquiera sospechaba) y que un buen número de los redactores y periodistas argentinos y extranjeros, algunos de ellos de bastante renombre, dan rienda suelta a toda su creatividad a la hora de escribir la palabra Ushuaia.
Lo de los nombres, a decir verdad, es algo que nunca me interesó, más allá de que siempre me resultaron particularmente molestas las alusiones al verdadero nombre de Bob Dylan, cosa que todo redactor, sea de donde sea, nunca desiste de mencionar. En el caso de nuestro entrevistado de hoy, sin embargo, sí da al menos como para considerar que de no haber sido por una desafortunada conexión eléctrica y la creatividad de un joven músico amateur que hoy nadie conoce, León no hubiese existido y quizás Raúl Alberto Antonio Gieco ni siquiera hubiese llegado a grabar su primer disco. Pero esto es pura especulación.
En el caso del nombre de la ciudad fueguina, el dilema es dónde ubicar la letra “h”, a la que se escribe en las posiciones más exóticas dentro de la palabra. Así, es posible encontrar “Usuhaia”, “Usuahia”, “Ushuahia” (sí, también se la duplica) o incluso “Usuaiah”, que no sé bien por qué suena como el nombre apropiado para una diosa de una de esas novelas new age que se publican por estos días. Por si hace falta aclararlo, la ciudad más austral del mundo se menciona en referencia al extenso trabajo de recopilación musical llamado “De Ushuaia a La Quiaca”. ¿O era Usuahia? Ya me confundí.
El que no sorprende demasiado es León Gieco. El tipo es así como uno lo imagina, sin vueltas. Se acoda en el escritorio de una de las salas de la compañía Grupo Dharma y se larga a hablar, largo y tendido, como sus familiares y viejos amigos solían hacerlo en los atardeceres del campo. Al principio, como siempre, uno tantea para ver cómo responde el entrevistado; están los de respuestas lacónicas que a cada rato miran el reloj, los que se atrincheran en sí mismos y resisten permanentemente a la defensiva aunque nunca los ataques, los que te responden lo que suponen que vos querés escuchar, los ansiosos que comienzan a responder a mitad de pregunta, los que se van por las ramas y terminan contestando cualquier cosa, los que en la primera respuesta ya te contestaron esa y las próximas cuatro preguntas... Y León es de éstos últimos. ¡Joder! pienso. Ya pasaron 20 minutos y aún estamos hablando de su primer trabajo, cuando tomaba pedidos y hacía repartos para la carnicería de Cañada Rosquín, el pueblito de Santa Fe en donde creció, en medio de “abuelos casi italianos, primas y primos de nueve hermanos, vacas, perros y caballos”. León recuerda que con lo que pudo ahorrar de ese trabajo, un día fue a un negocio del pueblo a comprar su primera guitarra, a pagar en cuotas. El vendedor miró extrañado a este chico de ocho años que no veía la hora de echarle manos a esa Calandria dorada de cuerdas de nylon, y le sugirió que trajera a su padre para concretar la venta. “Está bien”, le respondió Raulito, “yo te lo traigo, pero la plata es mía y él te va a decir que sí...”
“El tiempo y el agua que tiene hoy este río
aún no pudo apagar tanto fuego caído
Vicios de sociedad
que está esperando un milagro
Algunos los que van, otros clavados al barro
Sobre mí se abre tu flor de humedad”
Buenos Aires (de tus amores)
(Bandidos Rurales)
A partir de allí, lo primero que habría que contar, nomás como para no dejarlo colgado ahí arriba, es la anécdota del nombre. “Viene de cuando yo era chico”; dice León. “En ese entonces tenía 13 años y ya había empezado a tocar en una banda de rock que se llamaba Los Moscos. Yo era el más chico de todos. Y una noche, cuando nos preparábamos para tocar con la banda, tuve que armar la conexión de mi equipo, y como no sabía cómo hacerlo y no quería preguntar, lo hice mal y cuando lo enchufé explotó todo”. Gieco recuerda hoy que el bajista del grupo, un par de años más grande que él y de considerable musculatura, se le acercó y muy seriamente le dijo: “A vos no te vamos a hacer nada; pero a partir de ahora ya no sos más Raúl Gieco: a partir de ahora te vas a llamar León”. El Rey de las Bestias.
Así es que, se puede decir que la historia de uno de los músicos más populares de la Argentina comienza con un par de cables cruzados y un barrio entero que se queda en penumbras. Porque a partir de ese día nace el León de Cañada. León Gieco.
¿Tendremos que sostener ahora su fama de artista comprometido y explicar que siendo aún adolescente el tipo ya veía en la música el medio donde desarrollar su militancia por los derechos humanos y la justicia social, o se podrá asegurar que se largó a tocar rock para levantar minas, como se dice normalmente, en general con toda justicia? En el momento se me ocurrió que hacerle esa pregunta resultaría inconducente, pero la verdad es que el tema generó luego un gran debate un día de aburrimiento en la redacción. La conclusión fue casi unánime: tuvo que haber sido para levantar minas. Como todos.
Lo cierto es que en la mente de León no había dudas: él quería viajar a Buenos Aires. Un día, mirando el legendario programa televisivo Sábados Circulares, que conducía Pipo Mancera, lo vio a Spinetta, tocando con Almendra, y ahí, sin dudarlo en lo más mínimo, se dijo: “Yo quiero hacer eso”. Y se largó nomás...
La Entrevista del Mes
Hecho en Argentina de Baguala, Internet y Tango Viejo
Hace ya más de 30 años que llegó a Buenos Aires, pero aún tiene impregnado el “olor” del campo y esa personalidad, a la vez mansa e indómita -de acuerdo a las circunstancias- que se le atribuye al hombre de pueblo. Cuando los demás músicos o cronistas argentinos se refieren a León, las palabras “coherencia”, “compromiso” y “respeto” suelen repetirse más que ninguna otra. Y es quizás porque hoy, después de tres décadas de carrera, León Gieco mantiene de alguna forma la candidez de aquel chico humilde e inquieto que se maravilló, una húmeda mañana de marzo, ante los imponentes edificios de Retiro cuyas cabezas se perdían entre la niebla. El suyo es un caso extraño: se trata de uno de los popes del llamado Rock Nacional, que, a diferencia del resto, a sus 56 años parece encontrarse en una etapa de esplendor creativo. De hecho, sus últimos discos, particularmente “Bandidos Rurales” y “Por Favor, Perdón y Gracias”, se cuentan entre los mejores de su carrera. Sus caballos se cansarán en otro momento, tal vez. Por ahora, piensa llegar hasta los 82 y seguir tocando, como Don Atahualpa.
Gracias a su espíritu de buen conversador, con León rompemos el esquema y nos vemos obligados a publicar la entrevista en dos partes.
¿Cuál fue tu primera impresión de Buenos Aires, cuando con apenas 18 años bajaste de un tren en Retiro?
Mirá, viajé con mi amigo Horacio Fumero, que era además el bajista de Los Moscos, la banda de rock en la que tocaba en Cañada, y llegamos un día de marzo del año 1969. Ahí mismo, apenas al salir de la estación, entendí el verdadero significado de la palabra “rascacielos”: era un día de niebla, y los pisos más altos de los edificios de enfrente se perdían sobre las nubes. Después caminamos hasta llegar a la Plaza de Mayo, en donde nos sentamos, todavía bastante desorientados. Eso que está a la izquierda, decíamos, debe ser el Cabildo, al que habíamos visto en las fotos de la Revista Billiken; y eso de la derecha tiene que ser la Casa Rosada. Pero no lo sabíamos con certeza. Paramos ahí porque esperábamos a que salieran los chicos del Nacional Buenos Aires, quienes nos iban a decir adonde había una pensión en la zona en donde nos pudiésemos quedar.
¿Es verdad entonces, como decís en “Ídolo de los Quemados”, que te instalaste “directamente adonde están los Presidentes”?
Así es; paramos en una pensión de la calle Moreno y Defensa, a un par de cuadras de la Casa de Gobierno. Es que mi viejo, que era alcohólico pero muy sabio, me había dicho un día que yo no tenía que ir a vivir a Ituzaingó: tenía que estar ahí, adonde están los Presidentes. En ese entonces yo no entendía qué me quería decir con eso de que no fuera a vivir a Ituzaingó o a Haedo...
Algunos dicen que el arte, la cultura, la intelectualidad, el debate de ideas existen sólo en las grandes ciudades, o al menos allí se expresan. ¿Estás de acuerdo con esta visión?
No, yo no estoy de acuerdo con eso. Acostumbrado como estoy a viajar por el interior, veo que en cada pueblo al que llego se arma una conferencia de prensa y después un debate, en donde se habla de cultura, de derechos humanos... Lo que sucede es que en Buenos Aires, los principales diarios y los canales de TV sólo le dan importancia a lo que pasa en la Capital, como si lo demás no existiera.
Tengo entendido que laburaste desde muy chico, ¿te acordás cuál fue tu primer trabajo?
Sí; empecé a trabajar a los siete años tomando pedidos y haciendo repartos para la carnicería del pueblo, todas las mañanas. También le hacía los mandados a una vecina. Es que en mi casa había problemas de guita, mis viejos incluso discutían por eso, así que yo decidí salir a laburar. Y así fui juntando mi platita hasta que un día pude comprarme mi primera guitarra, en cuotas.
¿Y cuándo asumiste que ibas a ser músico; es decir, que ibas a vivir de la música, a dedicarte a eso por completo?
Yo siempre cuento que un día, estando ya en Buenos Aires, iba en un taxi de regreso a la oficina de ENTEL, en donde había conseguido trabajo, y en el medio del viaje escucho que están pasando por la radio “En el País de la Libertad”, que el locutor había presentado como una canción de “un joven músico debutante”. Fue tanta la impresión que me dio que me bajé del taxi y empecé a caminar por ahí, hasta que decidí que ya no iba a regresar a la oficina y que no iba a trabajar de otra cosa que no fuera de músico...
¿Se puede decir que en cierta forma tu amigo Gustavo Santaolalla comenzó su carrera de productor con vos?
Sí, totalmente. De hecho él fue el productor de mi primer disco...
Claro, por eso te lo pregunto ahora que mencionaste En el País de la Libertad, que es el tema que abre el disco ¿no?
Exactamente. Cuando lo conocí a Gustavo, a las cuatro semanas él me dijo “¿por qué no te venís que nos vamos a juntar con otros chicos que cantan...?” y ahí fue que conocí a Charly y a Nito que estaban formando Sui Generis, y a otro dúo de Castelar que se llamaba Miguel y Eugenio. Y lo que Gustavo quería en realidad, además de ser músico, era ser productor de gente a la que él le interesaba. Charly y Nito no transaron con él y se fueron a grabar con Jorge Álvarez, que venía de otra camada del rock, un grupo de gente de rock más pesado; en cambio yo me quedé con Gustavo porque tenía con él mucha afinidad. Gustavo fue el primer artista argentino de rock que empezó a mezclar el rock con el folclore, tocaba con Jaime Torres, y usaba cajas bagualeras en sus conciertos y tocaba ritmos de chacareras... Así que en el año ’72 empezamos a grabar mi primer disco que fue también su primera producción.
¿Tenías idea, mientras escribías “Sólo le pido a Dios”, que el tema iba a ser uno de los himnos de la música popular argentina, e incluso uno de los grandes hits de los fogones campamenteros?
No, no, uno nunca sabe eso. Yo compuse esa canción por necesidad, porque era un estado de ánimo del momento. La compuse en el año ’78 cuando se desató la posibilidad de guerra entre Chile y Argentina por lo del Canal de Beagle, y yo quise contribuir con una canción de paz. Entre lo que se podía cantar en ese momento, puse eso de “Sólo le pido a Dios, que el futuro no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente...”, porque la gente se estaba yendo. Y esa parte está dedicada en especial a Mercedes Sosa, César Isella, Víctor Heredia, Atahualpa Yupanqui y todos los artistas que se tuvieron que ir del país.
¿Pensabas en alguien en especial cuando escribiste lo de “Si un traidor puede más que unos cuantos...”?
Esa frase está dedicada a Perón, quien siempre tuvo sus cosas revolucionarias, de socialista, y sus cosas de derecha... Fue un personaje raro, emblemático, como un resumen de lo que pasa hoy en Argentina. Yo creo que Perón es la imagen de la Argentina. En la última etapa de Perón, antes de su regreso, yo lo escuché en unos reportajes que le hizo Pino Solanas, en donde él baja línea de cómo deberían trabajar los grupos revolucionarios. Además dijo cosas como “Si yo estuviera hoy en Argentina, sería uno más de los que tiran bombas”, como los pibes revolucionarios. Cuando llegó al país, lo dominó totalmente la derecha asesina del peronismo, que era López Rega y compañía. Cuando Perón echa de la Plaza al ERP y a los Montoneros, ahí yo lo sentí como una traición, como que primero dio un mensaje para reconquistar el país y después cuando vino acá optó por la gente de la derecha e hizo un gobierno nefasto. Por eso escribí lo de “... que esos cuantos no lo olviden fácilmente”. Es decir, aproveché para cantar sobre diferentes estados de ánimo dentro de la misma canción.
La estrofa de la guerra es la única que repetís...
Sí, porque me pareció que era la razón por la que yo había compuesto ese tema: para instar a comprometernos con la paz. Lo irónico es que fue una canción que estuvo prohibida. Yo en esa época estuve preso, y el militar que habló conmigo en la cárcel me dijo: “Usted no puede cantar una canción de paz en época de guerra”. Yo le respondí que una guerra con Chile iba a abrir entre dos países hermanos una herida que no se iba a cerrar nunca. Ahí el tipo me dijo que odiaba a esa canción y que la iba a hacer prohibir. Y así fue. Por eso yo tuve que irme de Argentina durante dos años, hasta 1980. ®
“El polvo de estas calles pone a santo con represor
pone al inocente en pena y despierta al asesino
témpano del olvido y de nunca decir nada
cuantas mirandas caídas sin ver que es lo que pasa
ningún dolor se siente mientras le toque al vecino
el que manda a matar es para sentirse más vivo”
(Mensajes del Alma)
Esta entrevista continúa en https://www.elsuplemento.com/notas/91/gieco