Pobres, pero independientes

La hora de San Martín10ª Nota de la Independencia
La hora de San Martín
A pesar de ser muy significativo para la República Argentina por ser el año en que se declaró su independencia, para muchos historiadores 1816 es considerado como el peor año de la Guerra de la Independencia.

En ese año Manuel Belgrano tuvo la ardua tarea de recomponer al Ejército del Norte, que solo contaba por entonces con 2700 soldados luego de la dura derrota de Sipe Sipe a fines de 1815, donde las Provincias Unidas pierden definitivamente los territorios del Alto Perú. Un año después, las derrotadas tropas acantonadas desde junio en Tucumán sufrían, además de la baja moral, la parálisis que le causaba graves daños disciplinarios, morales y militares, pasaban hambre, y estaban sumidas en la pobreza porque todos los recursos disponibles eran derivados al Ejército de los Andes. Era tan grave la situación que Belgrano tuvo que escribir al gobierno central: “Yo mismo estoy pidiendo prestado para comer. La tropa del gobernador Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga, como nos hallamos todos...”

   El 5 de octubre de 1816, Güemes le escribe a Belgrano: “Dentro de tres días me vuelvo a Jujuy, y pasaré por la vanguardia para visitarla y hablarla, consolándola en sus necesidades. Yo no tengo un peso para darles ni cómo proporcionarlo, porque este pueblo es un esqueleto descarnado, sin giro ni comercio. Me falta paciencia y a veces pienso tocar otros medios más violentos. Al cabo de dos meses pude socorrer a aquella infeliz tropa con cuatrocientos pesos, que no le tocaría ni a dos reales. En fin, vamos trabajando que quizá mejore el cielo sus horas”.
   Sin embargo, el origen de esta indisciplina y baja moral debe buscarse en otras circunstancias, ya que si nos guiamos por las palabras de San Martín, que fue comandante del Ejército del Norte, esta situación era similar antes de la batalla de Sipe-Sipe.
   “Tengo la desgracia de haber tomado el mando de un ejército derrotado cuyos oficiales parece no han escapado de las manos del enemigo sino para prepararle la conquista del resto de las provincias. Las armas de la Patria cuyo mando se me ha confiado no podrán prosperar de aquí en adelante hasta que el ejemplo del escarmiento contenga a unos y despierte en otros la noble pasión de la gloria que es la que hace obrar prodigios de valor y fortaleza”.
   El general se dio cuenta a tiempo que con ese ejército y por el Alto Perú no llegaría nunca a Lima, por lo que cede el mando a Rondeau y se dedica a la formación del Ejército de los Andes en Mendoza. Por otro lado, sabe que la frontera norte será bien defendida por Güemes y pondera el accionar de los gauchos a quienes Güemes definía como “los campeones que tengo el honor de mandar”.

El año del cambio
   El año 1816, según nos dice Mitre, “fue un año de reparación, de recomposición interna...” Güemes descubre que había intereses creados que conspiraban contra la buena relación que mantenía con Belgrano, y que no solo los ejércitos realistas y la pobreza acosaban a Belgrano y Güemes. También estorbaban, y bastante, los que querían que se rompa la relación que unía a ambos hombres. Güemes le escribe a Belgrano para advertírselo.
   El 6 de noviembre de 1816, Güemes le envió a Belgrano una misiva diciéndole: “Hace usted muy bien de reírse de los doctores; sus vocinglerías se las lleva el viento, porque en todas partes tiene fijado su buen nombre y opinión. Por lo que respecta a mí, no se me da el menor cuidado; el tiempo hará conocer a mis conciudadanos que mis afanes y desvelos en servicio de la Patria no tienen más objeto que el bien general”.
   Esto tiene su origen durante la jefatura de Rondeau, pero la rivalidad y el encono no sólo se mantuvieron sino que se incrementaron, así como las falsas acusaciones y las intrigas. El  aumento de la difamación de la persona de Güemes y de sus tropas llegó a la prensa porteña, que lo denominaba caudillejo, cacique, demagogo, tirano. Sus milicias eran calificadas como  bandidos, salteadores, montoneros. Nada se decía de la eficacia operativa, del éxito con que se desempeñaban y de la envidia que despertaban. En plena guerra, piden a Güemes que rinda cuentas.
   Belgrano hace de intermediario entre el Gobierno y Güemes. Luego de los reclamos de ambos, Buenos Aires se apiada y, a mediados de octubre, envía $16.000 a Tucumán. De eso, Belgrano debió partir $3.000 para Salta. Pero advirtió a Güemes que debía elevar al Gobierno “…Un estado prolijo de fuerza, armamento, caballerías, municiones, posición de la masa general, puntos de destacamentos, líneas de comunicaciones, para que con este detalle formar un cálculo exacto a fin de proveer las necesidades de sus divisiones”.

Güemes: victoria o muerte
   No era la primera vez que le pedían a Güemes, por intermedio de Belgrano, una encubierta rendición de cuentas, que siempre caía en saco roto. Como dice Mitre, “…bien sabía Belgrano que Güemes no se los podía dar; su cuartel general ambulante era el lomo de su caballo; su plan, su estado de fuerza y su distribución, que variaba con las exigencias del momento, estaban en su cabeza; y todo su archivo cabía en el bolsillo de su secretario Toribio Tedín, quien redactaba en medio del campo las cartas, que él firmaba con una rúbrica garabateada, sin tomarse el trabajo de leerlas muchas veces”.
   De todos modos, Belgrano le hizo llegar a Güemes la petición del Gobierno, a lo que el gobernador respondió: “Inmediatamente que me desprenda de las complicadas atenciones que me rodean, daré a usted un estado exacto de las fuerzas de mi mando; con este motivo pondremos un tapón a los teclistas de Buenos Aires que no tienen más objeto que enredar; pero ellos caerán algún día del burro y verán que solo trabajamos para el bien de todos”.
   Demás está decir que Güemes jamás elevó a Buenos Aires informe alguno. Es que Salta, en pie de guerra, no cabía en hojas de papel, ni tenía nada que ver con los estados mayores de los grandes ejércitos formales. A Güemes, luego del Pacto de los Cerrillos, y desde antes también, se le había encomendado la defensa de este territorio, y él sabía que en esa empresa solamente tenía dos caminos: alzarse con la victoria o morir en el intento. Por eso estaba dispuesto a echar mano a cualquier medio y ventaja que le dieran las circunstancias o la geografía del lugar.

Por fin llega la hora
   El año 1817, en contraposición al de 1816, sería un año distinto para la Guerra de la Independencia americana, ya que para el General San Martín había llegado la hora de actuar.
   El 5 de enero de 1817 se realiza la jura solemne de la Patrona del Ejército de los Andes en la Plaza Mayor de Mendoza y la bendición de la Bandera confeccionada por las damas cuyanas. El 24 del mismo mes, Don José se despide del pueblo de Mendoza con una proclama: “Cerca de tres años he tenido el honor de presidirle y sus heroicos sacrificios por la independencia y prosperidad común de la nación pueden numerarse por los minutos de la duración de mi gobierno.” El grueso del ejército había emprendido ya la marcha para internarse en la cordillera.
   Este ejército estaba formado en dos divisiones, pero si bien representaba la parte principal de aquella fuerza, no era la única. La estrategia consistió en mantener al enemigo en continua zozobra e inquietud en una extensión de 140 leguas sin descubrir el paso preciso elegido para la invasión. Con escasas fuerzas avanzaron por otros pasos el teniente coronel Cabot y el coronel Ramón Freire. San Martín concibió su plan para el paso de cuatro cordilleras y, más aún, “para el paso a través de un mar de montañas”, dice Acevedo Díaz. El grueso del ejercito pasó por el camino de los Patos. San Martín escribe: “…Camino de 100 leguas, cruzado de eminencias escarpadas, desfiladeros, profundas angosturas, cortado por cuatro cordilleras. Vencerlo ha sido un triunfo”. Las cuatro son atravesadas superando grandes dificultades. El profundo cajón del río Los Patos obliga a dar un gran rodeo al cruzar la tercera cordillera “donde el ejército, al descender el paso de cuatro mil metros de altura quedó materialmente 'colgado' en la espiral de su pendiente”. Otras dificultades se sumaron: el mal de puna que atacó a la mayor parte del ejército provocando la muerte de varios soldados; el clima del desierto (falta de agua, de pasto y de combustible); los despeñaderos…
   Una carta de San Martín al general Miller, en su aparentemente fría transcripción de cifras, deja entrever la terrible dureza de la travesía: “El ejército llevó 10.000 mulas de silla y de carga, 1.000 caballos y 700 reses y a pesar de un cuidado indecible sólo llegaron a Chile 4.300 mulas y 411 caballos en muy mal estado…”

La liberación de Chile
   Los primeros encuentros comienzan a producirse y las partidas realistas destacadas para detener la invasión son vencidas por la vanguardia del Ejército de los Andes.
   El 12 de febrero se produce el choque decisivo. En la cuesta de Chacabuco se enfrentan las fuerzas españolas al mando de Maroto y el grueso de los efectivos argentinos. La lucha, encarnizada y feroz, se prolonga desde el amanecer hasta la noche y el mismo San Martín, aunque está enfermo, acomete en persona y entra en el combate sableando enemigos.
   Al finalizar, 500 españoles yacen muertos en el campo; los patriotas sólo han perdido 12 hombres y tienen 120 heridos. 600 prisioneros realistas, la artillería, el parque, el armamento, un estandarte y dos banderas es el precio de la derrota que paga el enemigo.
   Don José resume así su magnífica proeza; “En 24 días hemos hecho la campaña; pasamos las cordilleras más elevadas del planeta, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile”.
   Chacabuco fue un modelo de arte militar, y esta batalla fue de enorme importancia para la libertad de América  como lo reconocieron los propios realistas. Pero la lucha no terminó. Si bien Marcó del Pont, máximo jefe español en Chile, fue tomado prisionero, una parte de las fuerzas de Maroto logró llegar al sur de Chile, donde se prepararon a oponer seria resistencia con los auxilios que se esperaban del Perú por el puerto de Talcahuano.
   Dos días después de la batalla, el ejército vencedor hace su entrada triunfal en Santiago, donde una asamblea de notables declaró por aclamación que la voluntad unánime era “nombrar a don José de San Martín gobernador de Chile con omnímoda facultad” y así lo hicieron constar en acta del 18 de febrero de 1817. Don José se negó rotundamente a acatar esta designación y a su pedido fue nombrado el brigadier O'Higgins, chileno y antiguo adicto que le había acompañado en Mendoza desde 1814 y había intervenido gloriosamente en la batalla. ¤

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