Creencias gauchas sobre el puma y el lobisón
Las artes del puma
El puma, o león americano, abundaba en todas las regiones de nuestro campo antiguo. Los montes y los pajonales le ofrecían el más seguro de los refugios.
Animal de una agilidad pasmosa, es tan silencioso en sus movimientos, que puede realizar la difícil empresa de sorprender y matar al avestruz mientras está en el nido.
Inspiraba gran temor, no por su bravura —el puma sólo ataca al hombre en casos extremos: hambriento o acosado—sino por la mortandad de hacienda que ocasionaba, en particular de ovejas, que le gustan por mansas y carnudas.
Y afirmaba la gente, con esa credulidad característica de entonces, que “el Lión” era poseedor de un arte especial que no tenían los demás animales: el arte de imitar, a la perfección, el relincho del potrillo, el balido de la oveja, el arrullo de la paloma y otra serie de voces, hasta el llanto de un niño.
Con semejante habilidad, le resultaba fácil engañar y atraer la presa que elegía para banquetearse.
Aunque todavía quedan pumas en muchos lugares, nadie logró, jamás, comprobar la veracidad de esta creencia que, como tantas otras, no pasa de ser una simple fantasía.
El Lobisón
El gaucho creía en la existencia de seres humanos que, por diversas causas, podían transformarse en animales y retomar, luego, su forma primitiva.
Entre esas causas, se citaba, como una de las principales, la de ser el séptimo hijo varón consecutivo de una misma familia y haber nacido en día viernes.
El “lobisón” o “lobisonte” —según la leyenda en nuestro país— se convertía, por lo común, en cerdo y frecuentaba los cementerios, en busca de alimento; solía aparecerse de noche e inspiraba temor, pues atacaba a las personas. Si se le hacía frente y se lograba herirlo, perdía en el acto la forma animal y recobraba la de ser humano.
En iguales condiciones estaban los “uturuncos” y los “capiangos”, que no eran otra cosa que hombres convertidos en ferocísimos tigres.
A esta última creencia se refiere el general Paz en sus “Memorias”, cuando cuenta que sus soldados —hombres de campo todos— y hasta algunos de sus jefes, estaban firmemente convencidos de que Quiroga, “el Tigre de los llanos”, tenía en sus huestes, a modo de terrible arma, centenares de “capiangos” sanguinarios que atacaban de noche los campamentos enemigos y sembraban en ellos la confusión y la muerte.
Compilado por Carlos Avilas del libro “Voces y Costumbres del Campo Argentino”, de Pedro Inchauspe, publicado en 1949. ¤