La crónica diaria dirá: “Durante cuatro horas, el microcentro de la ciudad de Buenos Aires se transformó en un caos violento. Manifestantes que pretendían impedir una sesión sobre el código de contravenciones, atacaron la legislatura porteña y dejaron sus puertas y ventanas destrozadas”
El análisis de la noticia es que, aunque considerables y cuantiosos, los daños materiales a la Legislatura porteña no son quizás lo más destacable; los daños más importantes y quizás irreparables, son los que se producen en la convivencia, en la normal vida de los argentinos. Este problema de los violentos, si bien nació hace unos cuantos años, viene recrudeciendo por la total inacción e ineptitud para controlar los desmanes por parte del gobierno. Pero el error mayor del actual gobierno es, quizás, su mala o nula interpretación de los hechos y por ende su errónea decisión al momento de solucionar el problema.
Kirchner y sus ministros han decidido que la violencia en la calle se va a dirimir precisamente allí, por lo que han “decretado” que hay un vía libre para que hagan lo que quieran. Pero dejar a un grupo de intolerantes que no están dispuestos a respetar las instituciones y los procedimientos legales, la libertad para hacer lo que quieran, es una falta -por lo menos- de responsabilidad por parte del gobierno.
En lo que no han reparado los propiciadores de la impunidad es que, una vez más, el conjunto de la sociedad permanece inerte, ya golpeada por la inseguridad delictiva común, advierte una notable incapacidad de las fuerzas del orden y los encargados de impartir justicia, de poner en práctica, las tres etapas fundamentales para combatir a los vándalos y cualquier otra expresión del delito, que son prevenir, disuadir y de reprimir, que es diferente a matar, significa acorralarlos, meterlos presos y enjuiciarlos como a cualquier ser mortal que delinque.
Ya esto ha traspasado los límites de lo imaginable: toma de comisarías y puentes; ocupación de casas de comidas, lanzamiento de bombas incendiarias a las empresas, ocupación del ministerio de defensa, casinos y ahora hospitales, como el Posadas, con los riesgos que esto acarrea.
Las declaraciones de Beliz, ex-ministro de justicia, luego de los destrozos, fue triste, ya que dijo: “Fue una contundente derrota de los violentos, porque la sociedad vio su accionar en directo y lo repudió”. Habría que decirle a este ministro que la sociedad viene repudiando hace años el accionar de los violentos, pero la violencia crece todos los días; sino veamos lo que pasó después de los hechos en tribunales: Castells tomó el hospital Posadas por la fuerza, instaló carpas en el pasillo, con los peligros que esto trae para los enfermos del lugar por las infecciones que puede generar. Los directivos del hospital tuvieron que dejar de operar durante esos días por los riesgos mencionados. El sindicato de camioneros entorpeció el tránsito de toda la Capital Federal cruzando los camiones en los accesos. Y los “derrotados”, según Beliz, marcharon el jueves 22, cortando la ciudad y protestando para que nuevamente no se vote en la legislatura porteña y para que se libere a los presos por los destrozos, sin olvidarse de que gran parte de los diputados fueron amenazados si votaban en la legislatura porteña.
Lo que también se desprende de las declaraciones es que esta forma de operar es para evitar que los violentos se victimicen, como les ocurrió a otros gobiernos (Duhalde y De la Rúa) en donde hubo muertos en varias marchas. Por eso vemos que desde el gobierno no hay plan sino que hay miedo, y desgraciadamente con miedo no se puede gobernar. Por no “victimizar” a algunos grupos violentos, se esta “victimizando” a los otros 40 millones de habitantes.
Finalmente, el gobierno debería prestar atención a los dichos de algunos violentos, como la esposa de Castells, Nina Pelozo, que en un reportaje reciente dijo que el accionar piquetero apunta a un alzamiento popular para tomar el poder. Estos dichos son en sí mismo un delito, y el gobierno debería prestarle atención antes de que sea demasiado tarde.
Los argentinos de bien, por lo menos, se merecen el derecho a vivir en paz. Ø