El argentino se ha caracterizado siempre por su capacidad dialéctica, su pasión por la polémica, por ser capaz de generar una discusión filosófica a partir del vuelo vacilante de una mosca sobre las tazas de café. Sin embargo, esta faceta intelectual parece haberse ido desdibujando en las últimas dos décadas, junto a otros valores que la sociedad fue perdiendo a manos de la crisis política de la que aún no podemos salir.
Es así que el debate con altura parece ser hoy un gran recuerdo del pasado. El respetuoso intercambio de ideas, desde el recinto parlamentario hasta la mesa de café, fue cediendo en profundidad y refinamiento en favor de la injuria y los ataques personales, ganando preponderancia el etiquetamiento ideológico, cosa que parecía ya parte del pasado.
Durante la segunda mitad de la década del ’90, mientras se acentuaba el desmantelamiento del país al compás de las medidas del gobierno justicialista de Carlos Menem, sus copartidarios se iban haciendo a un lado como quien no quiere la cosa y comenzaban a atacarlo acusándolo de “neoliberal” y “derechista”. El barco se venía a pique y los marineritos se aferraban al primer salvavidas que los llevara lejos del hundimiento. Los salvavidas eran las declaraciones altisonantes, más que los hechos. Hoy, cuando el poder kirchnerista se desmorona, muchos de sus compañeros de partido los catalogan de “montoneros” sin reparar demasiado en que estos “progresistas” se hicieron millonarios haciendo negocios bastante cuestionables con la dictadura militar y viven tan fastuosamente como el más recalcitrante de los capitalistas salvajes que tanto cuestionan. Es de esperar, entonces, que los supuestos “izquierdistas” sean reemplazados el año que viene por otros que agitan banderas del signo ideológico contrario, ex amigos que al ver que la cosa no va más se proclaman opositores que vienen a impulsar la nueva política, definiéndose, otra vez, con una catarata de palabras huecas e insultos y muy pocos planes de gestión e ideas. Y así seguimos, dirimiendo toda discusión calificando al otro con el rótulo de una ideología o con un insulto cada vez más vulgar, pasando de largo por sobre lo que realmente importa, que es, en definitiva, el sustento de una idea.
Toda esta agresión verbal nos lleva a la intolerancia, a no soportar que haya alguien que pueda pensar diferente y ser honesto y respetable al mismo tiempo. Lo más grave del caso es que esa intolerancia, patética a nivel político (no es raro escuchar a cierto ministro de la Nación calificando a una opositora de “chiruza” o afirmando que “se le volaron un par de pajaritos de la cabeza”) ha permeado hacia todos los estamentos de la sociedad. Nos ha alcanzado a todos.
Por eso invitamos a nuestros lectores, tal como lo venimos proponiendo desde hace años, a desandar el camino de la injuria y seguir debatiendo ideas y proyectos con nosotros, pero siempre con altura y honestidad, incluso (o mejor dicho, especialmente) en el disenso. ©