Temida por los lugareños y vinculado a supersticiones y mitos.
Los indígenas -y también muchos de los demás habitantes de nuestro inmenso país poco poblado- consideraban que aquellas luces que se aparecían de noche eran mensajes del demonio o quizás, de algún pariente fallecido. Lo cierto es que en fogones o en todo tipo de reuniones, eran siempre motivo de leyendas y relatos de algún testigo de estos fuegos fatuos.
Su nombre, para la gente de campo, era "Luz Mala", y se decía que esos parientes fallecidos los provocaban porque andaban en la búsqueda de gente, para que les hicieran compañía, ya que su deambular en la tierra se debía a que no tenían su entrada aún en el cielo, pues debían pagar algunas cuentas pendientes en su paso por esta vida y que podrían redimirlos algún acto generoso, o tal vez una misa en su nombre.
En realidad, la aparición de esta "luz" tiene que ver con fenómenos naturales; emanaciones de gases por la descomposición de sustancias orgánicas enterradas muy cerca de la superficie, o también puede ser por emanaciones de metano que ocurren en terrenos pantanosos, o de las osamentas de animales muertos que quedan en los campos, cuyos esqueletos están compuestos de sales de calcio, que producen fosforescencia.
En el caso de las emanaciones de los terrenos pantanosos o el de las sustancias orgánicas, la luminosidad es leve e intermitente y se traslada de un lugar a otro ante la más suave brisa. La “luz” producida por las osamentas suele estar fija.
Los paisanos, para liberarse de la “Luz Mala”, rezan y luego muerden la vaina de su cuchillo, cosa que consideran su única defensa.
Con su permiso, amigo lector, quiero narrarle un hecho verídico que sucedió hace muchos años. Allá por el año 1918, un niño de escasos 7 años, conchabao de boyerito, volvía a su casa en su caballito luego de haber hecho un mandado. Estaba ya oscuro y volvía medio apurao. De repente vio aparecer en el camino, a unas diez o quince cuadras, una luz que venía en su misma dirección. No sabía que hacer, si volver para atrás, pero, ¿adónde? o tratar de aventajarla y llegar a la casa. Rebenqueó al alazán y en el apuro rodó la cabalgadura dando por el suelo con el pequeño jinete. Desesperado, se quedó paralizado de miedo, cuando de repente, vio que la luz doblaba tomando camino a la estancia vecina.
Aliviado, montó otra vez y por fin llegó a la casa. Cuando contó lo sucedido, los paisanos se rieron a más no poder. Lo que había visto era nada más ni nada menos que el Ford T nuevito, que lucía, orgulloso, el patrón de la estancia.
Esta anécdota es tan cierta, como que le ocurrió a mi padre, Isidro Márquez. ©