“¡Heeelaadoo!”… el grito rompía la monotonía
del canto de las chicharras en las calurosas tardes de los veranos en todo el país. Y solía ser acompañado por un “¡Hay palito, vasito, bombón helaaadoo!”
La profesión del heladero ambulante se remonta a 1920, cuando la compañía Laponia largó a la calle los legendarios triciclos; la movida se extendió a otras compañías y con el correr del tiempo legiones de hombres vestidos de blanco pedaleaban las calles empedradas –cuando no de tierra- de los barrios del país.
Los helados “de palito”, por lo general, eran de agua o de crema. Entre los de agua, los más populares eran los de sabores frutales (naranja, limón, frutilla, ananá…) y entre los de crema, los de vainilla, chocolate, y el tricolor. Después llegaron los cucuruchos y bombones, un poco más sofisticados en su presentación.
Con la popularidad de las heladerías artesanales y el delivery, además de controles de bromatología más estrictos y la inseguridad de las calles en algunos barrios, la profesión comenzó a decaer. Hoy es muy raro que los chicos se despierten de la siesta con ese grito que décadas atrás nos hacía salir corriendo hacia la calle con unas cuantas monedas en la mano y una sonrisa expectante dibujada en la boca. ¤