La silla afuera para tomar la fresca

fresca

Hubo un tiempo en el que, si bien no todo era color de rosa, uno podía tomar el tren de la línea Roca desde Constitución hasta Banfield a las 10 de la noche sin temor a ser asaltado.

No era raro que los chicos jugaran a la pelota en el campito al otro lado de las vías hasta que el picado se terminaba con gol de oro por falta de luz o por demandas del bagre que empezaba a picar en el estómago demandando cena. Uno iba en bicicleta a comprar los elementos para la picada de la noche al almacén del Petiso Corbalán, y no dudaba en dejar el rodado ahí afuera, apoyado contra la pared o contra el palo de luz más cercano.
En esa época, durante las calurosas noches de verano, los vecinos sacaban las sillas al jardín del frente, cuando no directamente a la vereda, para aprovechar “la fresca” y conversar con la señora de al lado, pobre, que se le murió el marido de toda la vida en la pasada noche de navidad, o con la parejita de enfrente que se mudó hace poco y son tan amorosos, o con el Tito Cóppola, chófer de la 79, que no para de hablar de su hija que se recibió de abogada este año y vive en Caballito.
La silla afuera era comunicación, integración, sosiego y, sobre todo, confianza. Confianza de que nada malo podía pasar en el barrio, porque las casas estaban a puertas abiertas, el policía de la otra esquina pasaba a saludar, chequear el ambiente, y de paso tomarse unos mates con quien estuviera cebando. Los vecinos se conocían desde toda la vida, y más allá de algún que otro romance furtivo que nunca debió haberse producido, o la bronca desatada entre las familias porque el perro de una no paraba de ladrar en toda la noche, se vivía en una relativa armonía que no llegaba a romper ni las periódicas conmociones políticas que azotaron la Argentina por décadas.
No todo estaba bien; enumerar los problemas que muchos sufríamos por entonces va más allá de la pretensión de esta nota, que es simplemente recordar aquellas tibias noches en las que podíamos sacar las sillas a la vereda y gozar de los letárgicos ritmos del barrio, con un vaso de Cinzano en las manos, y con una espiral entre las piernas para que no nos coman los mosquitos. ¤

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