Todo el gauchaje que encuentra Martín Fierro, ya conoce su historia.
Entre el gentío, están los hijos de Martín Fierro cuidando caballos. Tardarán en reconocerlo, porque está viejo y aindiado. Le refieren que su mujer ha muerto en el hospital.
Esta situación José Hernández la despacha en pocos y apresurados versos:
“La junción de los abrazos,/ de los llantos y los besos/ se deja para las mujeres,/ como que entienden el juego;/ pero el hombre que compriende/ que todos hacen lo mesmo,/ en público canta y baila,/ abraza y llora en secreto”.
Los hijos de Fierro no tienen rasgos individuales, son pretextos o conveniencias para referir cosas de la campaña. El hijo mayor ha conocido la cárcel injustamente y nos dice: “No sé el tiempo que corrió/ en aquella sepoltura./ Si de ajuera no lo apuran,/ el asunto va con pausa:/ tienen la presa sigura/ y dejan dormir la causa”.
Por el contrario, el hijo segundo de Fierro cuenta otra historia. Una tía que lo recogió lo nombra su heredero; a su muerte, el juez le declara que no puede entregar los bienes hasta que tenga treinta años y sea mayor de edad (la mayoría de edad era a los veintidós años, pero esto no lo sabía el muchacho). El juez lo confía a la tutela de un señor, que cuidará de él y lo educará. Ese señor es el viejo Vizcacha.
Vizcacha es, después de Martín Fierro, el personaje más famoso de la obra. Según Jorge Luis Borges, en la imaginación popular es también “el Sancho de la campaña”.
Leopoldo Lugones dice de él: “Es nuestro tipo proverbial por excelencia”.
No es el caso de transcribir su retrato y sus consejos que todos sabemos de memoria, tal el que nos dice: “Hacete amigo del juez,/ no le des de que quejarse,/ y cuando quiera enojarse,/ vos te debés encoger,/ pues siempre es bueno tener/ palenque ande ir a rascarse.”
Vizcacha es mucho más que un personaje cómico, un Sancho: es también un hombre despiadado, un avaro de cosas inútiles, de guascas, tarros de sardinas y argollas, un hombre que al morir tiembla cuando ve una reliquia y llama al diablo para que se lo lleve al infierno, un tirano que no permitió al hijo de Fierro entrar a su rancho.
Pero muere al fin entre perros, y uno de los perros le come una mano: “Y me ha contado además/ el gaucho que hizo el entierro/ (al recordarlo me aterra,/ me da pavor el asunto)/ que la mano del dijunto/ se la había comido un perro”.
Para Jorge Luis Borges este episodio es inverosímil. Los personajes de la literatura -dice- suelen ser mayores en la imaginación de la gente que en los textos originales; pero con Vizcacha ha acontecido lo contrario: el hombre del poema es más complejo y más atroz que el pillo más trivial de la mitología corriente. ®