Pero a la vista de lo sucedido en estos casi sesenta años, en los cuales el peronismo se convirtió en la fuerza popular más grande, las promesas de un país mejor, con menos pobres, más justicia social, y una política sin corruptos, han quedado en la nada. Hoy, a sesenta años de su nacimiento y a más de treinta años de la muerte de su líder, el peronismo es una fuerza tanto o más corrupta que las que supuestamente enfrentaba. Lo integran políticos que en muchas ocasiones ubican a un escandaloso número de familiares en puestos que parecen hereditarios, gobernadores de provincias que son auténticos patrones de estancia, y una fuerza de choque (el gremialismo) cuya paradoja más grande es que estos “trabajadores” que defienden a los trabajadores son cada vez más ricos mientras que sus defendidos son cada vez más pobres.
Pues bien, como resultado de este análisis podemos asegurar que con el peronismo como mayor fuerza política, nuestra amada patria nunca se convirtió en un país fuerte ni justo.
Volviendo a la frase del comienzo y dándole crédito a Perón, analicemos a los otros, o sea, a la oposición.
Es bueno analizar las culpas de la oposición, una oposición que nunca supo ser oposición, ni tampoco gobernar, cuando le tocó hacerlo.
En los últimos sesenta años, además del peronismo, han gobernado militares y radicales. Los militares, a quienes no se les puede llamar ni siquiera oposición por razones dolorosamente obvias, durante muchos años creyeron representar los altos valores morales de la nación y aquellos que no estuvieran de acuerdo eran subversivos, locos o corruptos. Tanta soberbia y necedad los convertía en verdaderos inútiles para cualquier gestión ejecutiva. Así le fue al país, con los golpes de estado que los llevaron en continuas y reiteradas ocasiones al poder, con cómplices tanto dentro de la clase política como de la ciudadanía.
La correctamente denominada oposición son los demás partidos políticos. Entre ellos, el radicalismo y/o alguna alianza con otros partidos, tuvo varias oportunidades para demostrar con hechos lo que siempre decía con palabras, pero todas sus gestiones terminaron en fracasos; el último presidente radical que pudo finalizar su mandato fue Alvear... y de eso ya pasaron 77 años.
Los gobiernos de Frondizi e Illia fueron dos gobiernos a los cuales la locura antidemocrática de los militares
-principalmente- y los antagonismos reinantes en esa época, hicieron que (sobre todo bajo la presidencia de Frondizi) quedara trunca una de la pocas posibilidades que tuvo el país de desarrollar un plan serio y sustentable. Gracias a los militares, nunca podremos saber si ese plan hubiera dado buenos resultados.
Pero me quiero referir a los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa, quienes no pudieron terminar sus mandatos más por impericia propia que por culpa de los demás.
Comenzamos con Alfonsín, quien llegó al gobierno luego de la dictadura más sanguinaria y violenta del siglo veinte. Ganó las elecciones del año '83 con más del 50% de los votos; si bien no tenía mayoría en el Congreso, contaba con la mayoría en la Cámara de Diputados y el respaldo absoluto del electorado que hacía más que viable su gobierno.
Pero no. Alfonsín falló, careció de la capacidad de plasmar en actos de gobierno su buen discurso. No supo o no quizo utilizar con eficacia el poder que el pueblo le confirió. No aprovechó la fuerza de los votos para realizar los cambios que el país requería cuando contaba con la mayoría del apoyo popular. También tuvo a su favor la reinvindicación que el pueblo le volvió a dar a su partido en las elecciones legislativas del año '85. Cuando en el año '87 su plan económico comienza a resquebrajarse, su partido pierde las elecciones legislativas y para gobernadores. En consecuencia, el gobierno vio reducido su poder de acción. Ya era tarde, la inflación comenzó a trotar, pasando por el galope continuo hasta que finalmente se convirtió en hiperinflación.
En ese momento la oposición terminó de desangrar al moribundo: tuvo a todos los gremios en contra, convocaron a trece paros generales, y luego de las elecciones en que el candidato radical Angeloz pierde ante Menem, el país se tornó realmente ingobernable y Alfonsín tuvo que abandonar el poder varios meses antes.
Algunos cuentan esta parte de la historia como que la oposición lo volteó, pero esta es una verdad a medias. Alfonsín, cuando tenía el poder del voto popular, era intocable y pudo haber cambiado el rumbo del país. Su inutilidad e inoperancia no lo dejaron. Cuando su partido perdió dos elecciones consecutivas, podemos decir que la oposición no hizo nada para ayudarlo a no caer y fogueó la crisis hasta tornarla insoportable.
Con la Alianza que llevó a De la Rúa al poder con Chacho Alvarez como vicepresidente pasó algo parecido. De la Rúa-Alvarez vencen a la dupla Duhalde-Ortega y obtienen el apoyo del pueblo, que quería cambios, sobre todo en materia de honestidad, y terminar con la corrupción del gobierno de Menem. Había tal diversidad ideológica en la Alianza que nada se pudo hacer para enderezar el rumbo; parecía un gobierno autista y cuando tomaba decisiones era porque el agua ya los había tapado. Nunca demostraron tener un plan de gobierno coherente, y para vaciar aún más de contenido un gobierno dubitativo, el vice Chacho Alvarez renunció anticipando el desastre, demostrando que para gobernar se necesita algo más que hablar y dar discursos: se necesita ejecutividad.
En las elecciones del 2001, el pueblo retira rápidamente su apoyo al gobierno de la Alianza, dándole el último golpe a un gobierno moribundo.
La oposición (el peronismo), tal como hizo con Alfonsín, no sólo no presta ayuda a un gobierno que viene en picada, sino que pone todos sus recursos al servicio de la caída en un fin de 2001 que venía muy pesado con marchas, movilizaciones, piquetes, cacerolazos y saqueos por doquier. De la Rúa renunció cuando le faltaban dos años de mandato.
Con todo esto y con la frase que le da nombre a esta nota, queda demostrado que la Argentina, durante los últimos años, fue liderada por un partido que podríamos definir como el menos malo, y la ciudadanía votó siempre pensando en esa opción, nunca encontró o le dieron la opción de votar al mejor, quizá porque desgraciadamente en la Argentina ese “mejor” que tanto necesitamos no existe.
Entretanto y mientras los argentinos no sepamos crear un partido mejor y nos conformemos con el malo conocido en lugar de darle una oportunidad al bueno por conocer, el partido que nos gobierna podrá repetir tranquilamente la frase de su líder carismático: “No es que nosotros seamos buenos, sino que los otros son peores”. Ø