En los albores de la democracia en nuestro país (1983), esta frase la hizo famosa uno de los periodistas quizás más en boga de esa época: Bernardo Neustadt.
Aún no coincidiendo en nada con su forma de hacer periodismo, no se puede negar que esa frase identifica a gran parte de nuestra población.
Los argentinos (en mayor o menor medida, no todos pero la gran mayoría) tenemos dentro, un enano fachista que nos hace comportar de manera bastante extremista. No por nada, la mayoría de nosotros descendemos de inmigrantes de dos países en donde el fachismo o nazismo -o como lo quieran llamar- han dejado huella: Italia (“il Duce” Mussolini) y España (Franco); y en nuestra patria, y por no ser menos, tuvimos por la misma época a Juan Domingo Perón (confeso amigo del Duce).
La idea base de estos regímenes es que hay una sola verdad: la de ellos y quienes no pensaran de esa forma corrían peligro de ser encarcelados o asesinados.
Estos gobiernos se valían principalmente de masas populares muy oprimidas, a las cuales les daban una participación que nunca habían tenido y cierta clase de beneficios que jamás podían tener, con lo que tenían aseguradas una gran fuerza de choque para aprovechar a beneficio propio.
En nuestra patria, en la época peronista, se utilizó la franja de trabajadores más pobres, que eran manejados por los fuertes sindicatos creados por el peronismo (al cual respondían incondicionalmente), trabajadores a quienes se les dio posibilidades que ni soñaban tener. Así se ganó el amor de la gente, a la que no se le puede reprochar nada, pues nunca se les había tomado en cuenta en los anteriores gobiernos de neto corte aristocrático. También la política demagógica de ese gobierno basaba su discurso en el odio al diferente, al que siempre había tenido más o al que estaba en contra de la ideología gobernante.
Esto generó un odio exacerbado entre los “peronistas” y los “contreras”, historia ya conocida que tuvo en vilo al país (y dividió familias), aún despues de muerto nuestro carismático líder, por mucho tiempo.
Nuestra patria estuvo desangrándose dividida en dos, y la gente que no opinaba como el poder de turno iba presa o tenía que tranzar, aceptando los designios del tirano.
Este sentimiento llega hasta nuestros días, y así encontramos personas que creen que sólo puede solucionar esto, la gente de su partido, y se quedaron fanatizados de tal manera que nunca podrán ver en otro la solución.
El peronismo en los años que les tocó ser gobierno, han sido ejemplares alumnos de los creadores de su partido. Para ellos hay una sola idea y se fagocitan al oponente, sin medir las formas para, si no ganan en las elecciones, tomar el poder anticipadamente.
De los últimos presidentes peronistas o justicialistas, quizás el que mejor aprendió de su líder sea el actual presidente Néstor Kirchner. En su forma de actuar muestra gran parecido con Perón, la diferencia es que, por suerte, en algo ha avanzado la civilización, por lo que no se animaría a encarcelar a los que piensan diferente (no porque no lo quisiera sino porque no podría mantener una medida así por mucho tiempo)
Pero en otros muchos aspectos sí se parece: gobierno personalista, discurso populista, declaraciones mentirosas o interesadas, censura a la prensa, desacreditación de la oposición y fuerzas de choques centradas en los estratos más pobres de la población son los ejemplos más predominantes.
Y no nos podemos olvidar de su característica más seductora: las bravatas y enojos con los líderes de otros países; por supuesto, si es de alguna potencia, mucho mejor, mostrando una cara de que se pelea con el mundo por defender al país, aspecto éste que a nuestra sociedad adolescente le encanta. Si le sumamos a esto una tranquilidad económica aparente, debida, no a calidad de gestión sino a aspectos coyunturales que nada tienen que ver con estar haciendo bien los deberes, y un discurso por demás demagógico, tendremos una rara mezcla que a una porción grande de nuestra sociedad la seduce y lo ve como el salvador. Y ahí es en donde aparece nuevamente el enano fachista. Nuestra población ama la idea de un líder personalista y hasta patriarcal que nos lleve de las narices hacia donde él quiera. Seguimos esperando al “salvador” aquel que nos indique el camino y que su sola presencia corrija todos los desbarajustes realizados en más de cincuenta años de caminar como el cangrejo. De todas estas personas nadie quiere un presidente con un gran equipo de trabajo, con asesores y gente capacitada, con justicia y libertades individuales, y sobre todo que el trabajo mancomunado y desde todos los sectores lleve a hacer posible un cambio estructural real que tanto necesita nuestro país. La población argentina quiere a Papá estado.
Ante esta visión, casi paternal de un presidente, la sola mención por alguna persona de una opinión diferente, o un alerta de que otra vez las cosas se están haciendo mal, generara una explosión del enano, con epitetos y descalificaciones que van desde “es fácil criticar, pero no hacer” hasta “traidor a la patria”.
Por supuesto también que muchos de estos fanáticos a ultranza, si las cosas se dan como el “opositor o crítico” dice, serán los primeros en salir a destruir al presidente en desgracia.
Por eso a la vista de los hechos de nuestros últimos 25 años de gobierno, nadie apoyó la caída de Isabel; ni tampoco votó a Alfonsin, a Menem o a De la Rúa. Así son de cambiantes, así de extremistas. Ø