Algunos afirman que si se coloca una rana en una vasija con agua caliente, ésta saltará inmediatamente fuera del recipiente para protegerse de una muerte segura. Pero si se introduce esa misma rana en un recipiente con agua fría y luego se pone a calentar el agua, muy lentamente, la rana morirá al no darse cuenta del cambio de temperatura o porque cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde para escapar.
Pareciera que a los argentinos en las últimas décadas nos pusieron en recipientes llenos de agua fría y nos fueron cocinando lentamente. Porque ahora estamos viviendo, literalmente, en otro país. Donde hemos perdido económica, social y espiritualmente.
Nos damos cuenta de todo lo perdido cuando tenemos la oportunidad de analizar retrospectivamente lo que ha sucedido en el país. Y esto se nota, más que nada, cuando analizamos las cosas más sencillas de la vida cotidiana. Algunas veces este cambio se nota abruptamente.
Hace unos días recibí un mail de Liliana Cáceres, redactora de “El Suplemento”, en donde me contaba algunos aspectos de su vida cotidiana en California. Puedo asegurar que, comparando el relato de Liliana con lo que estamos viviendo en la ciudad de Buenos Aires y alrededores, me pareció una historia de ciencia ficción. A pesar de que hubo un tiempo no muy lejano que vivimos algo parecido. Al menos en el sentido de vivir con tranquilidad.
Dijo Liliana: “Pero hay algo para mí, muchísimo más importante que eso: la tranquilidad con la que se vive aquí, al menos en California. Sabés que bajás el pie del cordón de la vereda y los autos paran. Que si un peatón cruza por donde no debe, por el simple hecho de arriesgar su vida y la tranquilidad de un conductor le hacen una multa. Que se puede enviar un cheque por correo sabiendo que llegará y que ese millón que hay en cada buzón, el único que se lo lleva es el cartero. Que si hacés una “venta de garage” un fin de semana, el sábado por la noche podés dejar las cosas en el jardín del frente de tu casa porque a nadie se le ocurriría robárselas. Que a veces pasan días enteros que ni te diste cuenta que no tenés un solo dólar en efectivo porque el sistema está tan lubricado que con tu tarjeta de débito pagás todo y nadie te cobra un tanto por ciento por su uso. Que si vas a un cajero no necesitás cuidarte porque al menos yo, en todos mis años aquí, nunca escuché que a alguien lo asaltaran a la salida. Claro, hay otros problemas de alcance mundial que quienes los engendran eligen emblemáticamente este país para demostrar al mundo que nada ni nadie es invulnerable.
“Pero otra vez, si me dás a elegir una vez más, me quedo aquí”.
El relato de Liliana de su vida en California con la subsistencia cotidiana en Buenos Aires describen vivencias de dos mundos distintos.
Por empezar, los espacios públicos que antes se utilizaban para pasear y socializar, actualmente se han convertido en un territorio hostil. La calle ha dejado de ser un espacio amigable, en donde casi todos los ciudadanos percibimos una angustiosa sensación de inseguridad. Nuestros compatriotas y vecinos se han transformado en “los otros”. Personas potencialmente peligrosas o marginales que nos generan ansiedad. Casi no se puede transitar por la ciudad sin que a cada paso alguien se acerque para pedir algo: algunos centavos para el colectivo, algo para comer, o en el mejor de los casos objetos indescriptibles para vender. Por eso cuando se nos acerca alguien, aún cuando estemos en Corrientes y Callao al mediodía, nos sobresaltamos. Siempre estamos alertas, a la defensiva. ¿Alguien recuerda lo sencillo que era hace unos años preguntar la hora? ¿Cómo se le puede explicar a alguien que ha emigrado hace años lo que está pasando en Buenos Aires? ¿Cómo explicar que día y noche se ven miles, decenas de miles de hombres, mujeres y niños arrastrando carros, changuitos de supermercado o bicicletas llenos de papeles y metales? Que otros tantos se la pasan revisando bolsas de basura para comer. Que esto se puede ver a toda hora y en todo lugar. Que decenas de miles de jóvenes se emborrachan en las calles, especialmente los fines de semana, porque no avizoran un futuro. Que ya ni siquiera se respetan los semáforos en rojo por el constante miedo de los conductores a ser asaltados. Que al atardecer, en los colectivos, subtes y trenes suenan infinidad de celulares y que las respuestas son siempre las mismas: “estoy bien, llego en un rato”. Que cuando nuestros familiares se demoran nos invade la angustia. Que se ha perdido el respeto por las leyes, por las instituciones y por los semejantes.
Al reflexionar sobre este tema siento que a millones de argentinos nos han introducido en un gigante caldero de agua fría y nos fueron calentando de a poco. Lo peor de todo es que todavía falta mucho para llegar al punto de ebullición. Ø