Hay una frase proverbial que propone “que el árbol no te impida ver el bosque”; es decir, los detalles que uno tiene enfrente a veces nos impiden ver una situación general más amplia.
En la vida diaria, el árbol vendría a ser las vicisitudes del trabajo, el tráfico, las relaciones personales, o los sucesos que ocurren en el barrio o en el país, situaciones que acaparan -y con justa razón- toda nuestra atención y energía. A diario nos enfrascamos entonces dentro de un microcosmos que no nos deja margen para ver el bosque, lo que hay más allá. Y no hay bosque más extenso que el universo mismo.
Esta reflexión es consecuencia de los datos que provee una maravilla tecnológica que nos está obligando a replantear muchos aspectos de la existencia del universo, desde su origen mismo hasta las opciones de trascender como especie una vez que nuestro planeta ya no sea el plácido hogar que hoy nos toca habitar.
El telescopio espacial James Webb es el más grande y avanzado telescopio espacial jamás creado y está equipado con instrumentos de alta resolución y sensibilidad, que les permite a los científicos explorar visualmente los confines más lejanos del universo. Estos instrumentos nos posibilitan ver la luz emitida por las galaxias y estrellas más lejanas, lo que significa explorar el pasado mismo, en un viaje a más de 13 mil millones de años atrás, muy cerca del nacimiento del universo.
Más allá de las deslumbrantes fotos de estrellas y galaxias, el telescopio James Webb aporta una inusitada cantidad de información para entender el origen del universo, la evolución de las galaxias, el ciclo de vida de las estrellas, medir las propiedades físicas y químicas de sistemas planetarios (incluyendo el nuestro), y, en definitiva, encontrar exoplanetas que puedan potencialmente albergar alguna forma de vida.
Recientemente, el telescopio pudo localizar seis galaxias masivas (aquellas con una masa de aproximadamente 100 billones de estrellas) muy lejos a la distancia, es decir, en el universo primitivo, lo que cuestiona nuestras certezas sobre el origen del mismo. Hasta hoy creíamos que, en el amanecer del universo, entre 500 y 700 millones de años después del Big Bang, cuando el universo contaba con apenas un 3% de su desarrollo actual, solo podían haber existido galaxias pequeñas nacidas de nubes de polvo que gradualmente crecieron con el tiempo. Sin embargo, estas seis galaxias detectadas parecen ser tan maduras como nuestra propia Vía Láctea, que llegó a formarse a través de billones de años. Este descubrimiento nos obliga a reescribir buena parte de los modelos de cosmología sobre la formación del universo.
Más allá de que posteriores hallazgos determinen que en lugar de galaxias se trate de agujeros negros supermasivos o alguna otra impensada formación cósmica, las imágenes son asombrosas y nos ayudarán a ver la parte más oscura y profunda de ese bosque cósmico.
Días atrás, el telescopio envió información también sobre el sistema planetario TRAPPIST-1, un sistema con siete exoplanetas ubicados a unos 40 años luz de aquí, y que era una de nuestras grandes esperanzas de encontrar un planeta habitable a una distancia -en términos cósmicos- bastante reducida. Al menos cuatro de los planetas parecen estar a una distancia de su estrella adecuada para las posibilidades de vida; sin embargo, los datos les han permitido a los científicos deducir que los dos primeros planetas analizados, el TRAPPIST-1b y el 1c, carecen de una atmósfera densa, y por lo tanto, no podrían albergar vida. De esta confirmación se desprende que es muy probable que el resto de los planetas de tal sistema tampoco cuenten con atmósfera adecuada.
Mientras aquí en la tierra seguimos preocupándonos por la inflación, debatimos sobre el cambio climático, sufrimos por el partido de fútbol del domingo, y creamos estrategias para perder esos kilos de más antes de las vacaciones de verano, entre tantos otros urgentes arbolitos que nos desvelan en el día a día, ¿qué otros misterios nos ayudará a develar el telescopio espacial James Webb en el inmenso bosque del espacio? ¤