Año Nuevo, vida nueva, dice el refrán. Y cuando empieza el año, solemos escuchar a amigos o familiares hacer planes para el año que se inicia. Empezar a ir al gimnasio, comer sin gluten, dejar de fumar, pagar las deudas... Y los planes son buenos. Mientras tengan que ver con mejorar nuestra calidad de vida, estos planes son positivos, porque nos ayudan a visualizar quién y cómo queremos ser.
Sin embargo, a medida que empieza el año, no todos los planes permanecen en pie con tanta vehemencia. La falta de motivación puede ser una razón por la que dejemos de lado una meta. Si pagar las deudas es algo que me impuse porque es socialmente deseable o porque mis padres me lo sugirieron, quizá esos motivos no sean suficientemente potentes como para frenarme cada vez que veo un Starbucks en mi camino. Y si mi motivación no es genuina, o no es lo suficientemente fuerte, voy a hacer una parada en Starbucks cada día, y en lugar de ahorrar para pagar mis deudas, voy a darme el gusto de sentir en mi paladar ese delicioso gusto a mocha latte que tanto me gusta.
También puede ocurrir que los planes que en diciembre parecían alcanzables, no hayan sido realistas, en términos de cómo llegar a esas metas. Si mi plan es mejorar mis relaciones con mis compañeros de trabajo, por ejemplo, ¿qué estoy haciendo para ayudarme en esa meta? El sólo tener buenas intenciones no es suficiente, en general. Leer un libro de autoayuda, concurrir a un seminario o hablar con un terapeuta son formas a través de las cuales puedo mejorar las relaciones con mis compañeros de trabajo más eficientemente. En otras palabras, no alcanza con visualizar lo que quiero para mí. ¿Qué puedo hacer al respecto? ¿Qué camino estoy dispuesta a emprender para llegar a donde quiero estar?
El Cambio es Gradual
Por otra parte, es importante recordar que nadie cambia mágicamente del 31 de diciembre al 1 de enero. Cuando nos despertamos el 1 de enero, somos la misma persona, con los mismos desafíos y las mismas experiencias que el día anterior. Esperar que todo cambie de un día, de un minuto al otro, es apelar al pensamiento mágico (el mismo que usábamos cuando éramos chicos y aún no podíamos apelar a nuestro lóbulo frontal que no estaba suficientemente desarrollado).
Con esto no quiero decir que ponerse metas a fin de año no sirva. Todos los días son buenos para pensar en qué y cómo cambiar. Y si fin de año me sirve para este propósito, ¿por qué no? Todo lo que ayude a motivarnos es bienvenido.
Por último, es importante que las metas de cambio sean realistas. Si el 31 de diciembre me puse como meta no comer nunca más un postre en mi vida, un mes más tarde miro para atrás, y ¿cuál es el balance? ¿Aguanté no comiendo ningún postre? Y si me tenté con un postre o dos, ¿qué pasó con mi meta? ¿Desapareció, por no haber cumplido la meta en su perfección? ¿No hubiera sido más razonable ponerme una meta más alcanzable, como comer menos postres, o no comer más de un postre por mes? Lo alcanzable para mí va a ser diferente de lo alcanzable para otros, así que soy yo la que tiene que decidir cuántos postres es lo sano, pero también razonable y realista. Ajustar nuestras metas en la vida, para hacerlas razonables y alcanzables, es una forma de ayudarnos a alcanzarlas. Si en el pasado traté de escalar el Aconcagua y no llegué ni a subir 10 metros (quizás porque el Aconcagua me parecía tan alto que nunca iba a poder llegar, entonces, ¿para qué molestarme a seguir subiendo?), por qué no empezar con la loma cerca de casa, y una vez que llego a la cima, proponerme quizás el cerro Catedral. De esta forma, no solo estoy incrementando mi probabilidad de subir una montaña. También estoy buscando hacerlo sin sufrir.
Entonces, cuando nos ponemos una meta, hacerla realista, nos hace ser más compasivos con nosotros mismos. Y nos pone más cerca de alcanzarla. ¤