La solidaridad soñada, al menos una vez, fue realidad

AMIAA través de los años las personas tendemos a aumentar nuestro nivel de escepticismo respecto al mundo que nos rodea; cada vez nos resulta más difícil creer fácilmente en utopías y mundos maravillosos. La experiencia de vida nos hace dudar de que todo lo que reluce sea tan bueno como parece, quizás por aquel viejo y sabio refrán de que “no todo lo que reluce es oro”. Y razones no nos faltan. Suele suceder que con el paso del tiempo, tanto amigos como parientes y/o conocidos terminan defraudándonos, de alguna u otra manera.
Obviamente, no incluyo en el grupo que termina desilusionándonos a los políticos, porque ya sabemos que a la corta o a la larga ellos irremediablemente nos van a defraudar, dado que forma parte de su esencia el mentir y engañar.
Al respecto, vale la pena recordar las palabras de Louis McHenry Howe (1871-1936), político estadounidense, quien fuera un asesor muy cercano e influyente del presidente Franklin Delano Roosevelt, quien dijo, con evidente conocimiento de causa, que “Nadie puede adoptar la política como profesión y seguir siendo honrado”.
A finales de la década de los 70, el famoso astrónomo y divulgador científico Carl Sagan, por medio de su libro y documental Cosmos, ilusionó a gran parte de la humanidad hablando maravillas de los orgullosos indios anasazi, nativos americanos antecesores de los actuales hopi, que habitaban el Cañón del Chaco, Nuevo México, a quienes describía como excelentes astrónomos, magníficos constructores, cultos y orgullosos. Según Carl Sagan, se trataba de un pueblo digno de admiración, por sus virtudes. Sin embargo, recientes descubrimientos en el Cañón del Chaco señalan que los anazasi, además de sus destacados conocimientos, eran despiadados y crueles.
En la década de los 90, los hallazgos de Richard Marlar de la Escuela de Medicina de la Universidad de Colorado demostraron que los anasazi eran despiadados caníbales. Tanto Marlar como sus colaboradores encontraron rastros de hemoglobina humana en los vasos de cerámica de la cultura anasazi, lo que indica que fueron cocinados con sangre humana. Pero la máxima confirmación del canibalismo de los anasazi provino del análisis de los coprolitos humanos (heces fosilizadas), encontrados en uno de sus antiguos asentamientos, dado que en ellos se comprobó la existencia de hemoglobina humana.
Es decir que, con el transcurso de los años y nuevos descubrimientos, los anasazi pasaron de ser una sociedad “excepcionalmente virtuosa” a una “normal y común”, como la mayoría de los pueblos de la historia humana, con sus virtudes y defectos.
Afortunadamente, suele suceder que, de tanto en tanto, las utopías se convierten en realidad. Son contadas y excepcionales ocasiones, pero absolutamente reales. Una de esas ocasiones se produjo luego del atentado a la AMIA en 1994. Luego del atentado, el más sangriento de la historia argentina, y mientras los socorristas rescataban a los heridos y muertos del brutal atentado, ochocientos jóvenes, judíos y no judíos, argentinos y extranjeros, se presentaron voluntariamente para recuperar el patrimonio cultural de la Fundación IWO (Instituto Judío de Investigaciones) de entre los escombros de la AMIA. El IWO funcionaba en el tercer y cuarto piso del edificio de la calle Pasteur 633, atesorando miles de libros, colecciones de arte, discos, pinturas, piezas únicas en Judaica y testimonios de lo acaecido durante el Holocausto y la Resistencia Judía en la Segunda Guerra Mundial.
Los ochocientos jóvenes, junto a las autoridades del IWO que los acompañaron, coordinaron, protegieron y se dedicaron a rescatar lo que al principio parecía imposible: decenas de miles de libros e incontables archivos, revistas, periódicos, fotografías, manuscritos, discos, documentos históricos, instrumentos musicales, pinturas, esculturas y otros objetos culturales, de entre los escombros.
Todos los voluntarios, fueran jóvenes o adultos, trabajaron sin cesar durante varios meses seguidos, enfrentando adversidades inimaginables y en un ambiente absolutamente hostil. Con frío, lluvia, amenazas de nuevas bombas, derrumbes y en un lugar impregnado de tristeza, muerte y dolor, los jóvenes, en esas horas sombrías de la historia argentina, aportaron la esperanza, la solidaridad y el optimismo necesarios para preservar la cultura que los terroristas habían querido destruir. Y lo más extraordinario es que lo hicieron en un ambiente de solidaridad excepcional, nunca antes visto. Porque los 800 jóvenes trabajaron durante meses sin que se produjeran conflictos, roces o discusiones.
A diferencia de lo que ocurre en la vida cotidiana o en la historia de algunos pueblos (como los anasazi), la solidaridad que los jóvenes voluntarios vivieron entre los escombros de la AMIA fue algo extraordinario. Pero a pesar de su excepcionalidad, esta historia nos permite volver a soñar, a creer en las utopías, ya que al menos es un ejemplo de la vida real donde la solidaridad absoluta, al menos una vez, se hizo realidad.
Algo que resulta muy esperanzador en estos tiempos de tanta individualidad, egoísmo e incertidumbre. Ø

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