Unos 130 metros separan una vereda de la otra; es tan ancha que no importa que tan rápido camine uno: salvo corriendo, no se llega a cruzarla de una sola vez. Hay que esperar en el medio por el próximo semáforo.
Se dice que es la más ancha del mundo, y seguramen-te es cierto. Lo que importa, en realidad, es que la Avenida 9 de Julio, que hoy está cumpliendo 70 años, es un símbolo de Buenos Aires.
Nace en la populosa zona de Constitución, un área que a diario recorren miles y miles de argentinos “de paso”: aquellos que trabajan en la Capital y regresan a sus casas en la zona sur del Conurbano bonaerense. A partir de allí, se interna en el microcentro de Buenos Aires, en donde alcanza todo su esplendor gracias a su comunión con el obelisco. Es el “ombligo” de la Argentina. La imagen más tradicional de la ciudad. El punto en donde el pueblo se congrega en las buenas y en las malas, para celebrar una victoria deportiva o protestar contra esta o aquella injusticia política. Y luego sigue, tan ancha como siempre, tan imponente y gloriosa, hacia zonas más “bacanas”, con solemnes y lujosos edificios mostrando toda su opulencia en los costados, desembocando en el Barrio Norte y su Avenida del Libertador.
La cruzan los dueños del poder en sus Mercedes Benz con vidrios polarizados y los marginados haciendo malabares con naranjas en los semáforos. Los colectivos cargados de pasajeros y los “motoqueros” haciendo trámites. Los turistas, los empleados bancarios, los abogados de Tribunales, los enjambres de taxistas, los pungas y arrebatadores, las ambulancias, las pordioseras rumanas, y las “minas más lindas del mundo”.
No alcanza con dos ojos para ver todo; hay que ir y venir, todos los días, a cada rato, caminarla si es posible, parar para tomar un cafecito en un bar de alguna esquina, y luego cruzarla (no corriendo, sino en varios semáforos), pararse en alguna de las plazoletas del medio y desde allí mirar hacia un lado y otro y sentir que ahí sí, más que en ninguna otra parte, uno está en Buenos Aires. ®