EDITORIAL • Marzo 2012

La partida de los grandes genios nos deja siempre un poco huérfanos; la sensación es algo extraña, porque si bien la persona no está, sus obras perduran y continúan iluminándonos.

El día que supimos que Borges ya nunca más regresaría, los laberintos se hicieron más inexpugnables que nunca, los espejos dejaron de reflejar maravillas y los relojes se transformaron en simples mecanismos para dar la hora. Cuando Piazzolla se fue, los fuelles nunca volvieron a sonar como antes. Ni qué decir de aquel día de finales de julio cuando Favaloro apoyó un revolver en su pecho; millones de corazones latieron desesperados como caballos salvajes escapando hacia el horizonte. Hoy ya extrañamos a otro, a uno que juró gritarle su poesía a los vientos hasta reventar, aunque solo quede tiempo en su lugar. Las cenizas de quien siempre supo que todas las hojas son del viento están esparcidas ya sobre las aguas del Río de la Plata.
No va a ser recordado como “el dios”, “la bestia” o “el mago” de la guitarra, aunque conocía el instrumento como pocos; le hablaba sin palabras, se comunicaba con él como un chamán lo hace con la planta que le abrirá los portales del universo. Su voz melancólica y salvaje exigía a menudo acordes imposibles, aunque muchos de los himnos de sus primeros temas se sostenían con un simple Do, un La menor, un Sol rasgueado a pleno. Sus dedos recorrían el diapasón como los dedos de un enamorado el vientre de su amante. Era un inconsciente de su grandeza; hace unos pocos años, cuando ocupaba ya un lugar de privilegio en el panteón de las divinidades argentinas, nos confesó que estaba estudiando música, porque leía partituras, pero “como palotes”. Nunca jugó a lo seguro; como Dylan, Picasso o Rimbaud iba siempre un paso delante de todos nosotros.
Su periplo comenzó en la simple armonía y la belleza, en la innovación del rebelde con causa que llegó a deslumbrar a toda una generación con sus constantes destellos de genialidad y dulzura. Su búsqueda lo llevó a la furia hipnótica y psicodélica; pero aún con las guitarras distorsionadas a punto de reventar los amplificadores y gritando que le gustaba ese tajo o que quería cortarse seis venas por una nena boba, de su boca salía poesía. Era inherente a su condición de artista y persona. No podía ser grosero ni cursi, ni aun intentándolo con tenacidad. Allí, en el hiperespacio en donde habitó, las fuerzas de la naturaleza hacían trizas los átomos de lo berreta. El espíritu salvaje de Antonin Artaud lo llevó luego de la mano hacia la sofisticación y la complejidad de su música, hacia una altura tal que, quizás producto del vértigo o la falta de oxígeno allí arriba, muchos no pudieron seguir. Y cuando la moda apuntaba hacia los raros peinados nuevos y la boludez del wadu wadu, él caminó hacia el otro lado y abrazó el jazz. Hacia el final, un regreso a la serenidad acústica, la introspección, la simpleza de la vista posada en las calles mojadas por la lluvia de anoche.
Hace poco, cuando con un músico amigo le hicimos escuchar “El anillo del Capitán Beto” a un eximio productor estadounidense, vimos como al tipo se le llenaban los ojos de lágrimas mientras nos decía, con voz entrecortada, “no entiendo lo que dice, pero igual me emociona...”
Y así como el Capitán Beto, ahí debe andar el Flaco, surcando la galaxia del hombre en su nave de fibra hecha en Haedo y regando los malvones de su cabina. Es posible que a un lado de los controles cuelguen la foto de Carlitos, la triste estampita de un santo y un banderín de River Plate.
Por entonces se preguntaba dónde está el lugar al que todos llaman cielo; hoy, amo entre los amos del aire, allí estará nomás, entre camiones de basura, la vieja y el café. ©

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  • Lalo Schifrin: Su Misión Imposible

    LaloUna cosa extraña sucede con Lalo Schifrin. Sabemos que compuso la música de Misión Imposible y las películas de Dirty Harry. Sabemos que sus logros en el ámbito de la música son muchos y variados, a tal punto que ya es una leyenda. De hecho, es el único argentino con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Pero sabemos tan poco de la vida del hombre...
    Schifrin es un músico de jazz y música clásica, y estos músicos no suelen recibir mucha publicidad, especialmente los que se dedican a tareas de bajo perfil como componer música para películas y series. Pero, por suerte, Schifrin ha compensado esto escribiendo una muy interesante autobiografía llamada "Mission Impossible: My life in Music" donde cuenta detalles de su larga vida. Los afortunados en conseguirla van a encontrar un libro lleno de sorpresas.
    Lalo nació en Buenos Aires en 1932. Su padre estaba en la banda del Teatro Colón, y de chico empezó a estudiar música clásica. Lalo reconoce que no tiene un buen recuerdo de los años de Perón. Había mucho autoritarismo, y el ambiente cultural donde él se movía no era favorecido. Para colmo le tocó hacer el servicio militar obligatorio... aunque por poco tiempo.

    Schifrin cuenta humorísticamente que, aunque se considera un jazzero, siempre corre peligro de ser “secuestrado” por los muchachos del tango moderno.

    Un dato interesante de esos años es que conoce a Jorge Luis Borges. Lalo atiende sus charlas, y se convierte en un verdadero fan. Lo menciona junto con figuras como Dizzy Gillespie como un personaje fundamental en su formación. Años después, va a nombrar su sello discográfico Aleph Records en homenaje al maestro.
    Sale del país por primera vez cuando consigue una beca para atender el prestigioso Conservatorio de París. En Francia empieza a trabajar como músico de jazz, y de esta manera conoce a Piazzolla, que le ofrece una participación en sus proyectos.
    Retorna a la Argentina en 1956, un país que con la caída de Perón había cambiado mucho. A tal punto que su música empieza a tener cabida en la televisión nacional. Justo cuando parecía que su destino era argentino, aparece Estados Unidos en el horizonte.
    ¿Cómo llega a Estados Unidos? Dizzy Gillespie, de visita en Buenos Aires, lo invita a trabajar con él. Una oferta imposible de resistir para cualquier amante del jazz. Así es que, con grandes ilusiones, Lalo llega a Nueva York en 1958. Y, como dicen acá... the rest is history.
    Schifrin nos cuenta su experiencia trabajando en Hollywood, y conociendo a personajes como Groucho Marx y Marlon Brando. Se hace muy amigo de Clint Eastwood, que le permite editar la banda sonora de Dirty Harry en su sello Aleph Records.
    El jazz lo lleva a los distintos rincones del mundo. Argentina sigue ocupando un lugar importante en sus planes, y Lalo visita el país varias veces. Por ejemplo, en su libro cuenta con orgullo su visita a la Casa de la Independencia, en Tucumán.
    En noviembre del 2012, para celebrar sus 80 años, su sello Aleph Records lanzó una caja de cuatro CDs que incluyen sus composiciones favoritas de más de 30 películas, más algunas piezas sinfónicas, de jazz y temas nunca antes editados.
    Hoy es un verdadero orgullo para nosotros que justo en frente del famoso Roosevelt Hotel... hay una estrella argentina. ¤

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