Es sabido que los miembros de varios grupos, asociaciones, profesiones, nacionalidades y creencias suelen protegerse entre sí para preservar sus intereses en común. Entre ellos tejen lazos de hermandad y fraternidad aunque ni se conozcan personalmente.
Algunos se cuidan entre sí públicamente como las fuerzas policiales (el famoso muro azul), periodistas, militares, médicos, dirigentes gremiales, políticos, empresarios, etc. Otros se ayudan o ayudaron en las sombras, como los legendarios masones o los criminales nazis que escaparon al caer el Tercer Reich.
El esquema es bastante simple: están los que pertenecen al selecto grupo de los elegidos, los que acceden a todos los placeres y beneficios, los que pertenecen. Esos se identifican y autodenominan “nosotros”. Afuera del festín y de los privilegios están “ellos”; es decir, los simples y comunes mortales, los que trabajan duramente y sufren en silencio. Esos son los primeros en ser despedidos, los que cobran jubilaciones miserables, los que tienen que conformarse con los peores trabajos y salarios, los que reciben atención médica y remedios de segunda, o que directamente están excluídos del sistema.
Desde que existen registros históricos, en la cúspide de la pirámide social siempre hubo un pequeño y selecto grupo de privilegiados que gozaban de todos los beneficios y debajo de ellos millones de súbditos abandonados a su suerte.
No hay nada nuevo bajo el sol.
Lo que realmente cuesta comprender en los albores del siglo XXI es cómo persiste el más infame y exclusivo de todos estos grupos, conformado por los dirigentes de estado al cual están asociados desde presidentes democráticos hasta dictadores, tiranos, déspotas y los más crueles genocidas.
En estos momentos, en varios países árabes las multitudes hambrientas y postergadas exigen comida, trabajo, educación, atención médica y libertades políticas. Un fenómeno totalmente nuevo e impredecible. Millones de personas que durante décadas han padecido todo tipo de vejaciones al fin se movilizaron, conformando un tsunami humano que exige libertades e igualdad en un clima de revolución, incontrolable, masivo y caótico. Ante esta realidad, son muchos los poderosos jefes de estado y monarcas que tiemblan de terror, ya que son conscientes de que pueden dejar de pertenecer al exclusivo club de dirigentes de estado.
Ya cayeron el presidente de Egipto Hosni Mubarak y el presidente de Túnez Abdine Ben Alí, mientras que el presidente libio Muammar Kadafi tambalea en su trono.
Increíblemente, lo que en realidad más temen perder estos hombres poderosos es el poder; no les preocupa tanto perder las riquezas que robaron durante sus mandatos.
Un ejemplo que confirma esta premisa: se calcula que la fortuna saqueada al pueblo egipcio por Mubarak asciende a la obscena cifra de 70.000 millones de dólares. ¿Cómo podría gastar un hombre de casi 83 años tamaña fortuna? Imposible. Solo el poder explica por qué el anciano Hosni no renunciaba a su cargo.
Un experto en el tema, el Dr. Henry Kissinger (ex secretario de estado durante las presidencias de Richard Nixon y Gerald Ford) dijo por experiencia propia que el poder es el mayor afrodisíaco.
Ante la actual guerra civil desatada en Libia, varios miembros del club de los poderosos jefes de estado se ofrecieron para proteger y cuidar a uno de los suyos. Según cables de agencias de noticias internacionales, dirigentes de muchos países (democráticos y no tanto) sugirieron que podrían permitir que Kadafi y su familia se exiliaran a fin de evitar un mayor derramamiento de sangre. Pero esta no es realmente una novedad. ¿Alguien olvidó que George W. Bush en marzo de 2003 le ofreció al cruel, despiadado y asesino Saddam Hussein un “exilio dorado” antes de invadir Irak?
La historia de dictadores genocidas que obtuvieron este pasaporte de inmunidad es interminable. Lo más preocupante es que muchos fueron asistidos por presidentes democráticos: Ferdinand Marcos, dictador filipino, pasó sus últimos años de vida placenteramente en Hawai amparado por George H. W. Bush (padre). El ugandés Idi Amin, antropófago y genocida, huyó a Arabia Saudita y al déspota haitiano Raúl Cedrás, Bill Clinton lo obligó a exiliarse en Panamá, por mencionar solo a unos pocos.
Evidentemente, pertenecer al selecto grupo de jefes de estado y dictadores tiene sus beneficios. En el “exilio dorado” todos pueden pasar los últimos años de sus vidas como playboys, sin sobresaltos económicos ni judiciales, a pesar de haber asesinado, torturado y hambreado a millones de personas.
Este sistema de “hoy yo te protejo a vos y mañana vos me protegés a mí” se lleva a cabo desde hace décadas. Asusta pensar si los aliados le hubieran propuesto un “exilio dorado” a Adolf Hitler para terminar la Segunda Guerra Mundial y éste hubiera aceptado. De ser así: ¿Qué país hubiera elegido? ¿Y qué país lo hubiera recibido?
La “neutralidad” esgrimida durante la guerra más sangrienta de la historia y la cantidad de criminales nazis refugiados y protegidos por gobernantes de nuestro país, hacen suponer que el dictador austríaco habría elegido la Argentina.
Inquietantes antecedentes ofrecen pistas al respecto. El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez aseguró que cuando entrevistó al ex presidente Juan Domingo Perón, éste le dijo, literalmente, que "Él (Perón) seguía creyendo, aún tardíamente, que el juicio del Nüremberg, contra los criminales de guerra de la Segunda Guerra Mundial, era una de las canalladas mayores de la historia".
Pensar que el arquitecto del Holocausto, que provocó la muerte de millones de inocentes en campos de concentración y cámaras de gas, hubiera tenido un “exilio dorado” en la Argentina es la máxima pesadilla imaginable.
Los líderes aliados supieron reconocer el mal y no protegieron a los malvados. Por suerte los llevaron a juicio en Nüremberg y no les ofrecieron un “exilio dorado”, algo tan de moda en estos tiempos. ©