Cuando los políticos argentinos de todos los signos intentan justificar los desastres en los que hunden el país con asombrosa consistencia, siempre se refieren a la “pesada herencia” que reciben de sus antecesores. Lo hicieron los kirchneristas, después los macristas, y ahora otra vez los kirchneristas… Detrás de esa acostumbrada forma de lavarse las manos y echarle la culpa al otro, hay cierta verdad. Porque sí, en realidad reciben, todos, un país al borde del colapso. El gran problema es que nadie nunca arregla los heredados desastres, sino que más bien los profundizan.
Hoy nos queremos referir a la situación que recibió esta nueva administración demócrata aquí en Estados Unidos, y cómo caminamos estos primeros meses. A diferencia de su antecesor Donald Trump, que recibió un país estable y en crecimiento que había dejado Barack Obama, Joe Biden debió enfrentar un caos desde aún antes de asumir, comenzando por el fallido golpe de estado orquestrado por Trump y llevado a cabo por un grupo de extremistas de los cuales varios hoy están presos.
Estados Unidos ya respira otro aire. Aún persiste el encono entre los dos bandos en los que se había dividido la sociedad durante los últimos años, pero al menos hoy ya no es incitado desde las más altas esferas del poder, y muchos de los extremistas de ambos lados parecen haberse calmado un poco. Los “conspiranoicos” han vuelto a la marginalidad, los Q'Anon y otros grupos similares van desapareciendo a medida que pierden credibilidad sus disparatadas profecías incumplidas, y no vemos a diario los desfiles de grupos nazis armados ni los destrozos callejeros de grupos de jóvenes “anarquistas” y desorientados. La paz social, algo que habíamos perdido y a lo que nos estábamos resignando a sufrir, está consolidándose nuevamente.
La prioridad era desactivar esa bomba de tiempo que era el país en el pasado enero. Y de a poco se fue logrando. Lo primero que había que enfrentar era la pandemia, que por entonces ya había cobrado la vida de más de medio millón de compatriotas y estaba totalmente descarriada. Gracias a una fuerte política de vacunación y campañas de prevención, hoy el coronavirus está en retroceso, aunque lejos de ser totalmente derrotado.
Entre los aciertos de la nueva administración figuran reinstalar a los Estados Unidos como uno de los líderes entre las potencias mundiales, luego de un período de inusitado -y bien merecido- desprestigio internacional, revertir el racismo institucional que aún sufre buena parte de nuestra población, y sobre todo revertir las políticas más retrógradas impulsadas por la pasada administración, en especial aquellas que, a pesar del discurso populista de entonces, otorgaban extraordinarios beneficios a los megamillonarios en desmedro de los trabajadores estadounidenses.
Una de esas medidas es aumentar los impuestos al 0,3% más rico de la población, y al mismo tiempo llevar adelante un recorte de impuestos de 800 mil millones de dólares para los trabajadores de menores ingresos. El nuevo plan de infraestructura, que debe superar la oposición republicana, intenta, de acuerdo al gobierno, generar miles de puestos de trabajo bien pagos y avanzar hacia una sociedad más igualitaria.
Esto no es poco, sin embargo… no alcanza. La grieta entre una minoría escandalosamente acaudalada y el resto de los estadounidenses que se esfuerzan para comer dignamente y pagar un alquiler a fin de mes es cada vez más grande. Se trata este de un problema que viene de años, y ninguna administración, ni siquiera demócrata, ha querido o sabido equiparar. Esta situación es lo más “anti-estadounidense” que podamos pensar, y nos refiere a las ancestrales monarquías o a los más retrógrados regímenes comunistas o autocráticos, en los que una minoría privilegiada vive fastuosamente a costa del esfuerzo del resto de la población.
Se necesitan trabajos ya, pero trabajos bien pagos. Es una vergüenza que en uno de los países más ricos del mundo sus trabajadores deban contar con dos o hasta tres empleos simplemente para sobrevivir. El famoso “sueño de la casa propia”, algo normal unas pocas décadas atrás, se muestra cada vez más lejano para el estadounidense medio, y hasta alquilar a muchos les resulta hoy imposible.
El nuevo gobierno será juzgado, principalmente, por su capacidad para terminar con la inequidad social en la que vivimos desde hace años, algo que nos avergüenza, algo que va totalmente en contra de los valores que forjaron esta nación.
Ahora basta de parches, basta de tibias mejoras. Es hora de que Estados Unidos vuelva a ser ese faro de libertad y bienestar que alguna vez fue. Queremos ver grandes cambios, y una concreta y palpable mejora en nuestro estilo de vida, no solo material, sino también en todo lo que se refiere a la felicidad en nuestras comunidades.
Si esto no se logra al cabo de los próximos cuatro años, este gobierno habrá fallado también.¤