Blanca y Negro

Lilita CarrióLa dirigente Lilita Carrió realizó en los últimos días dos aseveraciones: “La única Nación en el mundo que hace todo al revés es la Argentina” y “El gobierno argentino atrasa 50 años”

Como sabemos, Lilita es una dirigente de amplio recorrido en la política argentina que genera odios y amores por igual, pero lo que nadie puede discutir es que pertenece a esa clase de personas que tienen la capacidad de mostrar la problemática de nuestro país de forma sencilla en un par de frases.
Pero, ¿por qué dijo Lilita lo que dijo? Cuando el resto del género humano tenía los ojos puestos en Washington, nuestra presidenta decide ir a Cuba para reunirse amablemente con el presidente-comandante Raúl Castro, para luego seguir viaje a Caracas.
Si bien no estoy de acuerdo en toda esta “Obamanía” que se generó antes de la asunción del primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos, sí creo en la trascendencia que tiene este cambio de mando, sobre todo en un momento tan complicado por el que el mundo todo está pasando.
Por eso uno trata de explicar y explicarse el sentido de la visita antes mencionada. Puede interpretarse como un gesto arcaico antiimperialista de los Kirchner, producto de la improvisación y los volantazos con que acostumbran manejar la política exterior.
Esto deja en claro cuáles son los supuestos aliados estratégicos de nuestro país: Cuba, Venezuela y alguno más parecido a estos, que también viven 50 años atrasados. Cuando lo ideal sería ratificar y fortalecer cuanto antes nuestra alianza con Brasil, que a esta altura quizás junto a Chile son los únicos países en Latinoamérica que entendieron las reglas de juego en el mundo, y desde ese lugar establecer relaciones maduras y de mutua conveniencia con esta nueva versión de los Estados Unidos y otros países amigos naturales e históricos, como España.
Pero, como sabemos, los Kirchner van a manejar la política exterior con la liviandad y los amores y odios cambiantes típicos de una interna partidaria.
Mientras la casi totalidad del planeta contemplaba, entre absorta y admirada, la jornada del martes 20 de enero, en la cual Barack Obama asumió como 44º presidente de los Estados Unidos, en nuestras latitudes prevalecían episodios barrocos y desconcertantes. La Argentina -una vez más- se hizo notar. En estos mismos días en los que el mundo se replantea cómo enderezar un rumbo extraviado y Estados Unidos lleva a la realidad la casi utópica nominación de un hombre de color como presidente, la máxima autoridad formal de nuestro país se complació en exhibirse con hombres y sistemas que acreditan la hegemonía de un sistema antidemocrático.
Hay en lo profundo una discusión central que el cuerpo político argentino no quiere, o no puede asumir. Los modelos sobre los que se edifican los gobiernos a los que acaba de estrechar y elogiar Cristina Kirchner en efusiones embarazosas (su show junto a Hugo Chávez en Caracas fue impresentable) postulan, de una u otra manera, el partido único en el poder, la propiedad estatal de la economía, la eternización de los jerarcas en los cargos y el dominio absoluto sobre los medios de comunicación.

Barack ObamaMientras tanto en Estados Unidos, por lo menos en las intenciones, el nuevo presidente parece la contracara de lo que nuestros gobernantes nos tienen acostumbrados, ya que aparentemente Barack Obama encarna gran parte de las demandas de mayor respeto por las instituciones republicanas.
La trascendencia del acontecimiento no escapaba a nadie. Pero una vez decantada la emoción y el asombro de asistir a la asunción del primer presidente negro de la historia norteamericana, lo que prevaleció a lo largo del discurso inaugural de Barack Obama fue la gradual comprobación de que lo que estaba teniendo lugar sobre las escaleras del Capitolio era la refundación de Estados Unidos. Nunca antes el discurso inaugural de un presidente desmanteló en 18 minutos y medio el edificio filosófico y político de su antecesor y lo hizo en presencia suya con elegancia y elocuencia. Uno a uno, todos los preceptos que durante ocho años sustentó George W. Bush (que le valieron a Estados Unidos un repudio casi universal) fueron revertidos y reemplazados por un concepto que el mundo esperaba escuchar de un mandatario norteamericano desde hace mucho tiempo: “El poder no nos da derecho a hacer lo que nos plazca”. La frase es tan aplicable adentro como afuera. Se conjuga con esa otra decisión de rechazar “la falsa disyuntiva” entre seguridad e ideales, una definición que no sólo debe haber chirriado en los oídos de Bush y Dick Cheney, sino en los de todos los regímenes autocráticos.
Desde la economía hasta el medio ambiente, desde el rol de Estados Unidos en el mundo hasta la investigación científica, desde la guerra en Irak y Afganistán hasta la salud pública y la educación, Obama prometió hacer exactamente lo opuesto que su predecesor.
No fueron meramente palabras. Al día siguiente, su primera orden ejecutiva fue congelar el sistema legal establecido por la administración anterior para juzgar a los sospechosos de terrorismo islámico, seguida por el anuncio de la clausura de la cárcel de Guantánamo, la orden a la CIA de cerrar las cárceles clandestinas diseminadas por el mundo, la prohibición del uso de la tortura y la aplicación inmediata de la Convención de Ginebra a todos los presos en la guerra contra el terrorismo.
Otra serie de decretos congeló los salarios de los funcionarios de la Casa Blanca e impuso severas reglas éticas en la administración pública, al tiempo que promovió la transparencia sobre las acciones del gobierno.
Consciente de la urgencia que demanda la profunda crisis económica, Obama se reunió con legisladores demócratas y republicanos para asegurarles que tomaría en consideración sus objeciones al paquete de estímulo elaborado por su equipo. También en franca disparidad con lo que fue la doctrina de Bush para Medio Oriente, que preconizaba la abstención de Washington de intervenir, se designó a dos veteranos negociadores como enviados especiales al conflicto palestino-israelí, a Paquistán y a Afganistán.
En política, los gestos tienen tanta importancia como las acciones, y las primeras 72 horas que siguieron a la pompa del martes fueron una formidable combinación de símbolo y sustancia, destinada a señalar de manera indudable que el nuevo ocupante de la Casa Blanca se proponía, como él mismo lo planteó en su discurso, “comenzar nuevamente el trabajo de refundar Estados Unidos”. ©

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