Entre los jóvenes de la tribu hubo uno que se ofreció decisivamente para llevar a cabo la peligrosa tarea. Era fuerte, ágil y hacía algo más de un mes se había casado con una joven y bella india. Su familia se sintió orgullosa del gesto, lo mismo que todo su pueblo que los despidió con vivas y los mejores deseos. Muy de madrugada se lanzó a la aventura en compañía de su joven esposa.
Los campos y su fauna los vieron pasar asombrados del trote parejo, con prisa y sin pausa, en busca de su objetivo.
Al segundo día de marcha se encontraron con la avanzada de los indios enemigos, pero sus decisiones eran firmes y encararon con fe y valentía la empresa. Ahora sí, corriendo velozmente, confiando en su juventud y fuertes y ágiles piernas, esquivaban lazos y boleadoras con las que intentaban capturarlos. La persecución fue implacable. Sus enemigos se acercaban cada vez más, pero ellos no se daban por vencidos, aunque el cansancio ya estaba diezmando sus fuerzas.
Cuando ya parecía que sus perseguidores le daban alcance, comenzaron a sentir la sensación de que su cuerpo se alivianaba y que se estaban transformando. Sus fuertes y esbeltas piernas se estaban afinando, sus brazos se convertían en alas, su cuerpo se cubría de plumas. Sus rasgos humanos desaparecieron, dando lugar a bellas formas de un ave gigante, quedando convertidos en lo que hoy conocemos como el ñandú.
Velozmente se alejaron de sus perseguidores, llegando a la tribu de sus amigos. Rápidamente, estos se pusieron en marcha sorprendiendo a los invasores, que al verse en inferioridad optaron por retirarse prontamente volviendo a sus tierras.
Desde entonces podemos observar al ñandú luciendo orgullosamente su esbelta figura por los campos. ©