La historia se escribe a sí misma en forma ondular; quienes están en la cresta hoy, podrán mañana estar en la pendiente, y quizás años, décadas o siglos más tarde resurgir nuevamente. El populismo de izquierda de los últimos años que en América Latina estuvo representado por Hugo Chávez en Venezuela, los Kirchner en Argentina, José Mujica en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Lula Da Silva en Brasil y Rafael Correa en Ecuador, entre otros, ha comenzado a caminar los primeros dolorosos pasos de la pendiente. Si bien algunos se mantienen firmes gracias a buenos resultados en sus respectivas administraciones, como el caso de Evo en Bolivia o del Frente Amplio en Uruguay, o a simples tácticas semidictatoriales como las de Nicolás Maduro en Venezuela, el “movimiento” viene de capa caída.
En Argentina, el populismo al estilo capataz patagónico que durante 12 años encabezaron Néstor y Cristina Kirchner perdió su lugar ante la endeble coalición del centroderechista Mauricio Macri, quien más allá de algunos modestos resultados positivos en materia de transparencia institucional y justicia, hasta ahora ha logrado lo que parecía imposible: hundir al país en una crisis más profunda de la que heredó. El empresario que durante su campaña presidencial decía que la tarea más fácil que enfrentaba era controlar la inflación, no sabe hoy qué hacer con la economía que cada día se desbarranca más. El supuesto cajetilla que venía a crear trabajo genuino y poner a trabajar a las masas lúmpenes multiplicó los planes sociales y la asistencia prebendaria a grupos piqueteros y militantes sociales que aun así le cortan las calles de la capital todos los días y le arman escándalos cada vez que hay una sesión importante en el Congreso. El grupo de empresarios y técnicos de universidad privada que creían que se las sabían todas hoy se rascan la cabeza mientras miran las planillas con los números en rojo y nos les alcanzan las manos para tapar los agujeros que heredaron y los cráteres que ellos mismos cavaron.
Corrupción, desempleo, marginalidad, delincuencia, narcotráfico, hambre… Todas calamidades que llevan a los pueblos a elecciones desesperadas cuando los líderes políticos de uno y otro lado no quieren o no saben solucionar. Y para peor, por las hendijas de ese desencanto popular se cuela, a veces a cuentagotas, a veces como un torrente incontenible, el veneno del fascismo. Los oprimidos le abren los brazos al opresor de discurso dulce y los hambrientos depositan sus esperanzas en los opulentos que prometen trabajar por el bienestar de quienes nunca le importaron. Los negros comienzan a votar a los racistas, las mujeres a los abusadores y misóginos, los trabajadores a los patrones. Insatisfechos con los civilizados que no resuelven nuestros problemas, votemos a los bárbaros que vienen a arrasar con todo.
Hace un par de años, tanto los olvidados como los opulentos confluyeron en Donald Trump en los Estados Unidos. Bajo este mismo paradigma, Brasil, que en los años de Lula, hace tanto y tan poco, se erigía como potencia mundial como primera letra del BRIC, hoy deposita su confianza en un líder de ultra derecha admirador y clon tercermundista del presidente estadounidense. Abiertamente racista en un país en donde la mayoría de la población es de raza negra, tras haber propuesto la esterilización de los pobres por no tener éstos “la educación suficiente para la planificación familiar” en un país en donde un cuarto de la población vive en la pobreza, orgullosamente misógino y apologista de la dictadura militar, Jair Bolsonaro, líder del Partido Social Liberal, ha sido elegido presidente del gigante sudamericano.
La división de poderes y el imperturbable sistema de “checks and balances” impiden en nuestro país que cualquier trasnochado lo transformen en un nuevo “Reich” o un soviet. Está por verse cómo responderán las estructuras democráticas brasileñas a este nuevo camino. Lo que nos preocupa hoy, más que nada, es que, hartos con las políticas fallidas del establishment, surja en Argentina la figura de un Maduro o un Bolsonaro criollo. ¤