Editorial • Mayo 2012

Las noches terminan tarde y las mañanas comienzan temprano en la ciudad. El ruido no se hace esperar y para el que se queda parado observándolo todo desde un lado, el constante movimiento marea. La gente grita para hacerse escuchar por sobre esa pared de alocados decibeles, y gesticula con las manos y los músculos faciales para que no queden dudas de lo que se dice.
Una señora con bolsas de supermercado cruza la avenida a mitad de cuadra, esquivando colectivos y taxis, motos y camionetas con la osadía de un kamikaze.
El policía de la esquina habla por celular, mientras que los chicos van camino a la escuela con los delantales impecables o regresan de ella con los delantales polvorientos.
 Las bocas del subte despiden un aire tibio, como si fueran antesalas del infierno, y un inexplicable olor a papel, o quizás sea a fotocopia.
Los negocios abandonados se transforman en basurales; por alguna razón, la lógica ciudadana indica que son lugares adecuados para descargar a través de sus cortinas metálicas todo tipo de residuos.
Por detrás de las improvisadas paredes de madera que cubren la entrada de lotes vacíos, asoma un cauto gato cachorro en busca de la comida que todas las mañanas deja en platitos de plástico la vecina de enfrente.
Un wachiturro viaja en el asiento trasero del 39 escuchando una inclasificable música de ritmo tropical y puteadas urbanas en su celular; no usa auriculares, porque asume que el resto de los pasajeros no puede menos que deleitarse con su música y por lo tanto lo considera un servicio público. A veces son dos o tres los que compiten por el éter en un mismo colectivo.
El pintor de la obra de al lado sale de un mercado chino vociferando su disgusto por el elevado precio de la yerba; el cajero, mitad en castellano y mitad en mandarín explica con sinceridad que “culpa no mía”.
Un Renault 12 ancestral con todas sus ventanas bajas cruza la esquina ostentando su poderoso estéreo cuya música a todo volumen hace vibrar el parabrisas y el baúl; el auto no tiene luces, ni adelante ni atrás, los platos de las ruedas han desaparecido y el capot del motor está atado con un grueso alambre herrumbrado.
Dos adolescentes se besan en el banco de un parque; él promete amor eterno y ella piensa en el examen de física del lunes. No les importa los titulares de los diarios que hablan sobre el escándalo Boudou, la expropiación de YPF, los recitales de Bob Dylan en el Gran Rex o el nuevo romance entre dos figuras de la farándula, él unos 30 años mayor que ella. Sus labios se tocan apenas y se alejan, después se juntan con más intensidad por unos cuantos segundos, sonríen y salen caminando de la mano, sin apuro, como ajenos a tanta vorágine que los rodea.
Son pasadas las 7 de la tarde y una oficinista camina apurada para no perder la última combi que la llevará hasta su casa en el conurbano, en donde su marido y su hijo ya encienden la televisión para ver la previa del partido que se jugará bajo una lluvia torrencial, allá en Mendoza, o en Tucumán, o quién sabe dónde. ©

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