Editorial • Junio 2020

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Como cada mes, resulta impráctico publicar la cifra de muertes por coronavirus en nuestro país, porque los casos aumentan notablemente cada día. Pero aquí van: hacia el 31 de mayo, la cifra había escalado a 104,786. Por supuesto, a la hora de terminar de escribir esta editorial, ese número ya habrá sido superado por mucho. Y no son números vacíos; representan gente, vecinos, amigos que ya no están. Pero vale para hacer notar que mientras los casos aumentan día a día, muchos negocios en todo el país ya han abierto sus puertas, o lo estarán haciendo en los próximos días.
Aquí en el sur de California, los shopping malls y miles de negocios están reabriendo, mientras que profesionales, gente de servicios y comerciantes le sacan las telarañas a las puertas de sus oficinas, estudios, negocios y vehículos. Y este es el punto de esta editorial. No hay dudas de que nuestros bolsillos y cuentas bancarias piden a gritos el regreso a la normalidad. Pero ¿a qué normalidad regresaremos? ¿Estamos preparados? Y más importante aún para la vida en comunidad: ¿Estamos todos de acuerdo en la forma de proceder para evitar que esta reapertura se transforme en un retroceso a los peores momentos de la pandemia?
Nos gustaría ser más optimistas, pero la realidad supera nuestras ganas de creerlo.
Hay varios elementos preocupantes que nos parece que no se pueden dejar de lado. Uno, por ejemplo, es la sensación de que la bravuconería, la violencia, se están imponiendo a la razón. Nos resulta escalofriante ver a hombres armados con armas de guerra irrumpiendo en la casa de gobierno de un estado para protestar contra la cuarentena, o a otro asesinando a balazos a un guardia de seguridad que trataba de hacerle respetar las reglas del establecimiento para el que trabajaba, o a miles de personas que mientras colapsan los hospitales y cementerios del mundo andan por ahí declamando que todo esto es una mentira, que los científicos no saben nada o son agentes del mal que tratan de imponer una dictadura mundial, y que todo esto es una fabricación para acabar con sus derechos individuales. Lo peor, lo que más indigna y causa más incertidumbre, es la impunidad de la que gozan, una impunidad que les llega desde lo más alto del poder.
A decir verdad, siempre ha habido “gun nuts”, milicias separatistas y supremacistas, hombres (y a veces hasta mujeres, aunque no muchas) enamorados de sus ametralladoras, acariciando ese símbolo fálico que haría las delicias de Freud. Pero se los veía recluidos en sus “compounds”, o en zonas semi rurales, alejados del mundo globalizado y la multiculturalidad que detestan. Hoy se los ve envalentonados, protegidos y hasta elogiados desde las más altas esferas del poder. Sienten la impunidad, y la usan.
Una amiga de la redacción fue de compras ayer a Costco. La póliza del lugar es usar mascarillas dentro del establecimiento para proteger tanto a los consumidores como a los empleados del lugar, que deben pasar horas ahí adentro como tantos otros “trabajadores esenciales”. Sin embargo, se topó con unas pocas personas que ingresaban con la mascarilla y una vez adentro se la sacaban. Cuando le preguntó a uno por qué no usaban la mascarilla, el hombre le contestó: “I woke up in a free country this morning; it's my choice, get the F*** out of here” (Me levanté esta mañana en un país libre, es mi elección; andate a ***). Sin embargo, en un país libre, cada negocio establece sus propias reglas, y si a uno no le gustan esas reglas, directamente que vaya a comprar a otro lado. Nuestra amiga consultó con los encargados del lugar, quienes le dijeron que si ven a alguien dentro sin mascarilla le piden que la usen, pero que no quieren “perseguir a esa gente por todo el local”. La realidad es que tienen miedo de recibir un balazo en la cabeza. Y es algo totalmente entendible que no se puede criticar. A eso hemos llegado.
Por lo general, y sin tratar de menospreciar a nadie, se trata de gente que no se caracteriza por su gran nivel educativo, o su capacidad de pensamiento y análisis. Pero resulta curioso, por decirlo así, que respeten todas y cada una de las demás normas que se les imponen, desde usar casco para andar en moto hasta pagar sus impuestos cada año; de pagar un seguro de auto hasta respetar las señales de tránsito, de no consumir alcohol en espacios públicos hasta no estacionar sobre el cordón amarillo o rojo… respetan sin chistar miles de normas que hacen a la convivencia de una sociedad, pero parece ser que usar una mascarilla para proteger a sus semejantes es demasiado, una afrenta a su libertad individual. Y ni que hablar del distanciamiento social.
Y este es solo un aspecto de todos los que deberemos enfrentar mientras salimos a un mundo nuevo. La convivencia se verá convulsionada por casos que hoy ni siquiera imaginamos, y tendremos que lidiar con ellos día a día. Nos parece que hay que empezar por una buena organización comunitaria, involucrándonos en las decisiones de nuestros líderes políticos locales, cuidándonos a nosotros mismos pero también al otro, sobre todo al más desprotegido, al más vulnerable.
Este puede ser el primer paso hacia el restablecimiento de la tan ansiada normalidad… o un “cul de sag” que nos haga pegar la vuelta hacia un nuevo período de distanciamiento obligatorio si los contagios se disparan una vez más.¤

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