Editorial • Diciembre 2016

Editorial • Diciembre 2017

Otra vez, como en aquella elección que enfrentó a George W. Bush contra Al Gore, la mayoría de los votantes de Estados Unidos eligió a un candidato, pero gobernará el que recibió menos votos. Por esas cosas del hoy tan criticado colegio electoral y contradiciendo a lo que casi todas las encuestas pronosticaban, el millonario newyorkino Donald Trump será el nuevo presidente. Las palabras “Trump” y “presidente” en una misma frase suenan a pesadilla para millones de estadounidenses y extranjeros, pero la realidad indica que hay un nuevo líder en un país que envía un mensaje castigo al establishment político.

A decir verdad, tampoco Hillary Clinton ganó la elección. El candidato más votado fue “Nadie”, ya que el 43% de la población en condiciones de votar no acudió a las urnas. Eso representa a casi 100 millones de personas. El dato cobra particular importancia para entender los resultados cuando agregamos que en los estados que votaron por Trump la cantidad de votantes se mantuvo estable, pero cayó en un promedio de 2,3% en aquellos que votaron por Clinton. Too bad for Hillary…
Otro dato no menor es que en todos los estados de la Costa Oeste la candidata demócrata arrasó con el voto. En California, Clinton recibió el 61% de los votos contra tan solo 33% de Trump. Lo mismo sucedió en Oregon (51% contra 41%) y Washington (56% contra 37%). Según se observa en el nuevo mapa político, Trump hizo la gran diferencia en el “rust belt”, los estados empobrecidos del medio oeste del país, en donde irónicamente los trabajadores sin trabajo o pocas esperanzas de progreso dentro del sistema capitalista le confiaron su destino al megaempresario más capitalista de todos.
Como era de esperar, los votantes latinos le dieron la espalda a Trump de una manera abrumadora: de acuerdo a un estudio realizado en la UCLA y publicado en el Washington Post, solo el 18% promedio votó por el presidente electo. Su mejor actuación fue en Florida, en donde los votantes de origen cubano son por lo general mucho más conservadores que el resto de los latinos, y aun así apenas fue apoyado por un 30% de los votantes. Nunca antes un candidato había recibido tan poco apoyo por parte de los votantes latinos.
A pesar de que casi todas las encuestas pronosticaban lo contrario, el triunfo de Donald Tump no era totalmente impensado. Nosotros mismos cerrábamos la pasada editorial diciendo que la ventaja de Clinton era de apenas cinco puntos y cualquier cosa podía pasar. Sin embargo, cuando el dato se confirmó, cayó como un balde de agua fría sobre millones de personas. Aparentemente, las encuestan no predijeron el “voto oculto” o “voto vergüenza” para Trump; en Argentina lo habíamos vivido en la segunda elección de Carlos Menem, cuando a muchos les daba pudor decir que iban a votar por un candidato tan corrupto y desfachatado, pero el gusto por los viajes baratos a Miami y los electrodomésticos en cuotas pudieron más que la razón. Y así nos fue.
El triunfo de Trump es un reflejo del ascenso de la derecha xenófoba en varios países europeos, pero también del hartazgo de otros movimientos de diferente signo ideológico, como el del Syriza griego y hasta del Occupy Wall Street local. Millones de votantes se hartaron del establishment político y vieron en Trump a un outsider. Trabajadores desplazados por el avance de un mundo globalizado y cosmopolita decidieron buscar el regreso a las costumbres y tradiciones de otras épocas. Por eso respondieron con tanto fervor a la idea de “Make America Great Again” impulsada por un candidato billonario, tan lejano a sus propias realidades y con intereses diametralmente opuestos a los suyos.
Otra vez, no hay que minimizar el hecho de que la candidata demócrata Hillary Clinton fue la ganadora del voto popular, recibiendo más de… ¡dos millones de votos más que su contrincante! Pero no porque esto fuese a cambiar algo en la formación del nuevo gobierno, sino para entender que el pueblo estadounidense no se volvió loco de repente, como nos dicen muchos de nuestros compatriotas desde Argentina y en el resto del mundo; la mayoría de los estadounidenses sigue creyendo en un país multicultural, en el que las mujeres y las minorías gocen de los mismos derechos que el resto, se sigue oponiendo al racismo y la discriminación, no quiere muros sino puentes, exige un sistema de salud pública universal, y cree en la educación para todos, no solo para aquellos que la pueden costear. ¿Por qué, entonces, se impuso un candidato que representa exactamente lo contrario? Simplemente porque faltó el liderazgo político adecuado.
El Partido Demócrata, en una movida que lamentará por el resto de su historia, llevó como candidata a una de las figuras políticas más impopulares del país. Si algo representa Hillary Clinton es precisamente el establishment político, eso que la mayoría de los estadounidenses repudiaron en esta pasada elección. ¿Otra sería la historia si algunos dirigentes no hubiesen actuado en las sombras para que Clinton se imponga en las internas a Bernie Sanders, el senador con mejor imagen y más popular del país? Es difícil saberlo, pero, por el bien de la democracia y del partido, esperamos que muchos dirigentes se lo estén planteando.
La victoria de Trump representa además el fracaso de ambos partidos políticos; hay que tener en cuenta que el magnate es en realidad un independiente que utilizó al partido republicano para llegar al poder. Muchos de los principales dirigentes republicanos no apoyaron a su candidato, pero aun así los votantes no escucharon sus mensajes. Hoy el partido republicano se encuentra más dividido que nunca, y enfrenta la tarea de organizarse con un personaje al que muchos repudian como jefe de gobierno. ¿Cómo convivirán los dirigentes más conservadores y recatados con un líder populista acostumbrado a los escándalos y las puteadas? ¿Tendrán más cabida alguna vez las mujeres y las minorías raciales o seguirá siendo liderado por “older white millionaire men”?
El Partido Demócrata, por su parte, deberá reconstruir su tradicional alianza con los sectores del trabajo y la clase media urbana, y recuperar al ala progresista, sectores que se negaron a aceptar la disciplina partidaria para votar a Hillary.
La elección de Trump como presidente del país sigue generando multitudinarias manifestaciones de repudio de costa a costa; sin embargo, su triunfo es totalmente legítimo. Por supuesto, la gente tiene todo su derecho a manifestarse libremente, y si creen que el sistema del Colegio Electoral es injusto, hay que comenzar a trabajar para cambiarlo, para que a partir de entonces el candidato más votado por el pueblo sea siempre el próximo presidente. Pero, le pese a quien le pese, el próximo presidente de los Estados Unidos se llama Donald Trump.
Por todo su pasado, y en particular por su campaña basada en la xenofobia, el racismo y unas cuantas mentiras, el futuro nos genera una gran incertidumbre. Las primeras nominaciones a su gabinete (con algunos extremistas de derecha como Stephen Bannon como principal estratega y asesor presidencial, además de Michael T. Flynn como asesor de Seguridad Nacional, y Jeff Sessions en el fundamental cargo de procurador general) no apuntalan nuestro optimismo. Pero nada nos gustaría más que el nuevo presidente, una vez en la Casa Blanca, cambie sus modales, deje atrás sus propuestas más retrógradas, y nos sorprenda con un gran gobierno, en el que se respeten las libertades individuales, se aprecie y distinga el aporte de los inmigrantes como todos nosotros, se generen puestos de empleo bien remunerados, y se trabaje por la salud y la educación accesible para todos.
Si así sucede, en nuestra editorial de la próxima elección presidencial estaremos destacando tales logros y reconociendo que afortunadamente nuestros temores habían resultado infundados. Y que seguramente habrá Trump para otros cuatro años. ¤

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