La historia comienza en la Argentina con Eduardo de Valfierno. Nacido en este país en 1850, era hijo de un rico terrateniente cuya fortuna despilfarró al heredarlo. Para continuar con su estilo de vida vende todos los objetos de arte y antigüedades de su familia, hasta que el dinero conseguido también se hace humo.
Armó entonces un mercado de ventas de obras de arte robadas o extraviadas que eran copias perfectas, realizadas por el talentoso Ives Chaudrón. Desembarca en Francia con el título de Marqués de Valfierno. Allí le encarga a su socio Chaudrón que realice copias irreprochables de La Gioconda. Al eximio falsificador le lleva catorce meses realizarlas sobre maderas añejas como la del original, utilizando pigmentos fieles al Renacimiento y sofisticadas técnicas de envejecimiento.
Mientras tanto Valfierno va detectando a sus presas, millonarios dispuestos a pagar cualquier precio con tal de tener colgada La Gioconda en una pared de sus mansiones.
Por supuesto que el retrato verdadero no le interesaba al estafador argentino. Lo que necesitaba era que la noticia del robo de la Mona Lisa recorriera el mundo, para entonces vender a sus potenciales compradores las falsificaciones impecables.
Por lo tanto, para cerrar el triángulo solo le faltaba, un hombre que conociera las rutinas del Louvre y que fuera capaz de cometer el robo, pero también que fuera insignificante y sin demasiadas preguntas. Ese era Vincenzo Peruggia, un carpintero, al que convence con la promesa de una abultada suma, pero agregando argumentos patrióticos: un rico coleccionista italiano -le inventó- deseaba tener a La Gioconda en su tierra, de donde nunca tendría que haber salido. Vincenzo acepta. El domingo 20 de agosto de 1911, entra en el Louvre como un visitante más. Cuando el público empieza a vaciar las salas, se oculta en un pequeño cuarto donde se guardaban herramientas, próximo al salón Carré donde se hallaba el cuadro. Al día siguiente, lunes, con el museo cerrado al público, Vincenzo espera hasta que el guardia de aquél salón deje su puesto para fumar un cigarrillo. Eran las 8 de la mañana y él se había vestido con los amplios guardapolvos que usaban los obreros del Louvre. Sale del escondrijo, va directamente a la Mona Lisa y la arranca de la pared. Corre en silencio hasta las escaleras próximas, despoja a la pintura de su escudo vidriado y de su marco. Oculta la madera de 77 x 53cm bajo su guardapolvo, baja las escaleras, atraviesa el patio interior del Louvre, llega hasta la salida como un trabajador más que culminaba su jornada.
Cuando el guardia vuelve a su ronda, nota el espacio vacío. Pero imagina que la habían llevado para una sesión de fotos. Hacía poco que el museo había inaugurado un estudio fotográfico y la célebre dama de Leonardo era uno de sus modelos mas preciados.
El martes 22 se reabre el Louvre. Louis Beroud, un copista de obras famosas quiere ocupar con su caballete un lugar frente a La Gioconda. Cuando llega al salón Carré se encuentra con el lugar vacío. Increpa al guardia “¿Dónde se la llevaron? El guardia viendo lo faltante le contesta “Seguramente la llevaron otra vez arriba. La deben estar fotografiando o reparando el marco. Este guardia tampoco avisa nada. A las 11 Beroud exige al guardia que averigüe por tanta demora en volver el cuadro. El hombre accede y luego regresa con el rostro desencajado. “Tampoco está allí”. Entonces si avisa, más de 24 horas después del robo. Llama al capitán de seguridad del Louvre, que inmediatamente informa al Director, quien a su vez lo comunica al Prefecto de la Policía de París y éste a la Sureté.
A la tarde 60 inspectores y 100 gendarmes estaban en el Louvre, controlando, interrogando, revisando, etc.
Como lo había previsto Valfierno, la noticia llega a todo el mundo.
Todos los empleados son interrogados, incluido Peruggia. Pero no hay pistas, rastros, nada. Las fronteras son cerradas. Se revisa cada barco y tren que parte. Algunos hablan de intriga con ribetes políticos, otros que se pretendía demostrar la fragilidad que rodeaba a los tesoros del Louvre. Mientras la policía culpa al museo por su inadecuada seguridad, desde éste se ridiculiza a la policía por no encontrar ni un sospechoso.
Sea como fuese, la gente estaba triste e indignada. Las autoridades desesperadas, le dieron a la opinión pública un sospechoso el 7 de septiembre, haciendo un primer y único arresto, nada menos que del poeta Guillaume Apollinaire. Este era amigo de Gery Piéret que había robado dos estatuillas del Louvre. Apollinaire, a su vez implica a Pablo Picasso, que también fue interrogado. Ambos fueron puestos enseguida en libertad.
La pintura mientras tanto estaba a pocas cuadras del museo, en la modesta habitación del hotel donde se hospedaba Vincenzo, con el que Valfierno nunca más se comunicó. Porque no necesitaba la Mona Lisa quemándole las manos. Con máxima discreción, retoma contacto con los coleccionistas (cinco norteamericanos y un brasileño) y a cada uno les vende las copias a precios exorbitantes. Cuando La Gioconda reaparece dos años después, no pueden denunciar la estafa porque ellos mismos habían cometido el delito de adquirir una obra de arte robada. Vincenzo Peruggia sin saber que hacer con esa obra maestra, lee en el otoño de 1913 en un diario italiano un anuncio: Un anticuario de Florencia, Alfredo Geri, estaba dispuesto a comprar a buen precio objetos de arte de cualquier tipo. El 29 de noviembre, Geri recibe una carta fechada en París de un tal Leonardo, a secas, diciéndole que tenía la Mona Lisa. Escéptico pero intrigado lo cita en su galería de Florencia para el 22 de diciembre. Doce días antes un hombrecito de bigotes llega hasta las oficinas de Geri en la vía Borgognissanti presentándose como Vincenzo Leonard que le confiesa haber traído el cuadro. Con mucha cortesía le pide una recompensa de medio millón de liras y la garantía de que la Mona Lisa no regresaría al Louvre. Geri arregla ir al día siguienete a ver la pintura con un especialista Giovanne Poggi, director de la galería degli Uffizi.
Los hombres reconocieron el sello oficial del Louvre al dorso de la pintura y entonces Poggi le dijo a Vincenzo que debían examinarla los expertos de su galería. Vincenzo consiente. Geri y Poggi, después de un examen minucioso, confirman su autenticidad. Para entonces varios oficiales habían detenido a Vincenzo Peruggia. La noticia recorrió el mundo. La obra visitó los principales museos de Italia durante dos meses hasta volver al Louvre. Vincenzo fue juzgado en Florencia, pero era para la opinión pública una suerte de romántico héroe nacional.
Peruggia aseguró que no tuvo cómplices y que había actuado bajo un fuerte impacto emocional, hechizado por la belleza de La Gioconda y su único móvil rescatarla de manos de los franceses para devolverla a su patria. El jurado lo sentenció a un año y quince meses de prisión, pero salió a los siete meses, cuando la primera Guerra Mundial lo desplazó del interés público. No se supo mas nada de él.
Mientras tanto el argentino Eduardo de Valfierno no fue al infierno sino al cielo, pasando una existencia paradisíaca hasta su muerte en 1931 en los Estados Unidos. Se cree que su golpe le reportó entre 30 y 60 millones de dólares.
Pero no soportó la idea de que el mundo desconociera que la verdadera trama detrás del robo había sido dibujada por él. Empalagado de soberbia le confiesa a un amigo, el periodista norteamericano Karl Decker el origen real de su fortuna, aportando datos, fechas, descripciones y hasta el nombre de los millonarios a los que había estafado, con la única condición de que la historia se divulgara después de su muerte.
En cuanto a Ives Chaudrón, digamos que siguió copiando obras maestras y se trasladó también a los Estados Unidos, propiamente a Los Angeles donde hizo pingües ganancias vendiendo sus falsificaciones a las estrellas de cine.
Con referencia a las copias de La Gioconda, con el correr del tiempo fueron cambiando de dueño. Los primeros por supuesto no pudieron hacerlo al precio que se las vendió Eduardo Valfierno, pero les permitió recuperar una buena parte. Ø