Visto desde afuera, y a través de la información que brindan por Internet los actuales medios de comunicación de alcance global (diarios, televisión, radios, blogs y redes sociales) pareciera que la Argentina se encuentra en una crisis terminal, al borde del abismo, debido a los resultados de las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) del 11 de agosto pasado, cuando la oposición consiguió muchos más votos de los esperados.
Para unos cuantos agoreros oficialistas, el futuro del país se presenta aún más dramático. Al respecto, la presidenta del bloque de diputados del Frente para la Victoria, Juliana Di Tullio, afirmó que "la intención de fondo" de la oposición es "dar un golpe institucional a la democracia" en el eventual caso de que el oficialismo perdiera en octubre próximo la mayoría en el cuerpo y ocupara la presidencia de la Cámara baja del Congreso Nacional un legislador no kirchnerista.
¿Pero es tan grave ese escenario? En la Argentina se lo presenta como apocalíptico, aunque no lo sea, porque en el mundo coexisten varios gobiernos democráticos con parlamentos opositores. Estados Unidos es un ejemplo.
El problema argentino reside en la falta de diálogo entre gobernantes y opositores. Eso originó una grieta que dividió a una parte significativa de la sociedad, familias y red de amistades incluidas.
En estos días, a nivel verbal, el país se encuentra fracturado en dos grandes bandos enfrentados, perfectamente identificados. De un lado están los que adhieren al “oficialismo” y por el otro “los opositores”, generalmente identificados como “Los K” y “La corpo”. O también, entre “Los que adhieren al modelo” y “Los que se oponen al modelo”. Lo curioso de esta última división es que esos grupos se enfrentan entre sí más allá de que nadie puede definir con precisión en qué consiste el tan mentado “modelo”. Objetivamente, son adhesiones y oposiciones casi paranormales, porque ambos bandos batallan por algo intangible, como los bizantinos que discutían, entre otras cosas, cuál era el sexo de los ángeles.
Si a eso se le suma que ahora hasta los periodistas están enfrentados entre “militantes” y “opositores” se vive en una sociedad donde todo es blanco o negro. Sin matices.
Lo que realmente afecta y mucho el desarrollo, estabilidad y bienestar del país es que esa enemistad aumenta cuando más poder político y recursos económicos poseen los contrincantes. Las grandes batallas que se dan en las altas esferas son feroces y no hay lugar para discutir ideas o proyectos. De allí que mientras los funcionarios y líderes políticos se pelean entre sí, no tienen tiempo para gestionar y resolver los problemas urgentes de la nación y de sus ciudadanos. Y pensar en el mediano o largo plazo es directamente una utopía.
Lejos de las disputas palaciegas, la gran mayoría de la población observa desde afuera, impotente, abandonados a la buena de Dios, preocupándose por cosas más concretas y mundanas que afectan su vida cotidiana: inseguridad, inflación, desocupación, salud, educación y últimamente, transporte, problemas que ningún gobernante o funcionario resuelve.
Quizás lo más apropiado para describir el actual estado de cosas consistiría en afirmar que la Argentina es la misma de siempre, donde las cosas no están ni tan bien ni tan mal como parecen. Hay ganadores y perdedores como en todo el mundo. Un país en el que casi nadie tiene el futuro asegurado, porque desastres naturales o cambios tecnológicos cambian la situación diaria y dramáticamente. Más allá de esos fenómenos incontrolables, lo que es imperdonable es que, gracias a la corrupción política y la disputa por el poder que ocupan y distraen a los gobernantes de turno, se produzcan miles de muertes perfectamente evitables.
Una nueva camada de delincuentes, cada día más irracional y violenta, atemoriza a la población de todo el país, porque asesinan sin motivaciones, al azar, porque sí, con total impunidad, dado que nadie los combate más allá de declaraciones mediáticas altisonantes de los responsables de esa tarea. Ese miedo generalizado, sumado a tragedias ferroviarias, accidentes automovilísticos y deficiencias en el transporte, está provocando un altísimo estrés en la población.
Más allá de estos problemas, la Argentina es un buen país para vivir, mejor que muchos, aunque podría estar mucho mejor si los gobernantes no estuvieran pensando las 24 horas del día en las próximas elecciones y dedicaran algo de su tiempo en solucionar los problemas de la gente.
Por suerte la democracia no está en peligro. Y no hay lugar para confrontaciones violentas. Y esa es una gran noticia. ¤