El 26 de agosto de 1810, en el Monte de los Papagayos, un pelotón de fusilamiento ejecutó a Santiago de Liniers. Esto constituyó la primera orden de derramar sangre por parte de la Revolución, que no iba a ser la última, pero sí la más discutida y dolorosa. Los que la ordenaron y quienes la ejecutaron respetaban al héroe de la Reconquista y más de uno se consideraba su amigo. Cuando llegó la orden, los jefes militares dudaron a pesar de ser hombres que pertenecían al riñón de la Revolución. Ellos eran Chiclana, Vieytes, Ortíz de Ocampo, González Balcarce... Pero con la orden en la mano vacilaron.
Cuando llegaron Juan Ramón Balcarce, Domingo French, Rodríguez Peña y Juan José Castelli, los prisioneros fueron ejecutados.
Liniers era amado por la tropa: lo respetaban por valiente y generoso. Puede decirse que fue el primer caudillo popular de Buenos Aires. Fue al paredón decidido y sereno, mientras que los que lo iban a ejecutar estaban nerviosos y atribulados.
Vivió y murió como un valiente. Revolucionario o contra-revolucionario, leal o traidor, nadie pudo desconocer su condición de hombre de coraje. Teniendo en cuenta que siempre fue monárquico y conservador, no es justo acusarlo de traidor. Nunca engañó a nadie y nunca dijo algo diferente. Su tragedia es la del hombre sacudido por los vientos de la Revolución. Los tiempos para él cambiaban demasiado rápido y no estaba dispuesto a hacerse cargo de esos cambios.
La paradoja marcó su muerte, paradoja que rozó la ironía y el sarcasmo. Liniers se levantó en armas en defensa de Fernando VII y fue fusilado por una Junta que decía actuar en nombre de Fernando VII.
Había iniciado en 1806 el proceso revolucionario que se resolvería en 1810. Dos héroes de las invasiones inglesas, Liniers y Álzaga fueron ejecutados por la Revolución que ellos, sin saberlo, contribuyeron a desatar.
¿Fue tan injusto su fusilamiento? ¿Podría haberse podido optar por otra solución? Es difícil responder por lo que no sucedió. El levantamiento de Liniers se produjo cuando ya se veía que el horizonte inmediato de la Revolución era la guerra.
Tres frentes abiertos: la Banda Oriental, Paraguay y el Alto Perú.
Con los valores actuales se podría optar por una solución piadosa: cárcel o destierro, como había ocurrido con Cisneros. Pero con Liniers los hombres de la Revolución no se permitieron esa licencia. Era demasiado popular y peligroso, como para dejarlo vivo.
Moreno, Castelli y French, los más radicalizados, sabían que estaban protagonizando una Revolución y cuando se hace una Revolución no se juega y mucho menos se vacila por motivos de piedad. Demás está decir que si Liniers hubiera ganado la partida, habría actuado no con el criterio de los revolucionarios, sino con el de los contra revolucionarios, es decir, ejecutando a todos los rebeldes. Así decía en su correspondencia y así habían actuado los realistas cuando en 1809 los patriotas se alzaron en el Alto Perú.©