Hace mucho tiempo en una tierra fértil, vivía una pareja sana, fuerte e inquieta que se ahogaba en el ambiente de ese pueblo, donde torpes mandamás, astutos leguleyos y burócratas sobones, se disputaban preeminencias y mendrugos.
Buscando nuevos horizontes se introdujeron en los misterios de la soledad pampeana. Después de largas jornadas, por fin encontraron un sitio que les pareció ideal, al borde de un serpenteante arroyo de agua clara con árboles ofreciendo reparadora sombra.
El arroyo les ofrecía pesca y el monte cercano, buena leña. Para mejor, un guanaco, que apareció de repente, fue presa fácil para la habilidad en las boleadores del hombre, ganando alimento para varios días.
Agradeciendo al cielo por las buenas que iban recibiendo en esta aventura, el hombre, tomando su única herramienta, el machete, se dirigió al monte cercano volteando, desgajando y labrando algunos árboles, disponiéndolos prolijamente en el piso para que se orearan. Hecho esto, fue hasta el estero inmediato a cortar paja brava.
Una vez preparados los elementos principales, dibujó con el machete un cuadrilátero en la tierra. En cada ángulo cavó un profundo hoyo en los cuales plantó un tronco. Dos más en la mitad, sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera.
Con los sauces que proveyeron las "tijeras" y las ramas de "envira" que suplieron los clavos, se armó el rancho. Con ramas y barro se levantaron las paredes de adobe.
Para culminar la obra, quinchó de paja el techo quedando lista la morada, donde la pareja vivió muchos años de felicidad y orgullo por lo realizado.
Sin dudas ellos siguieron las enseñanzas de dos arquitectos naturales: el hornero y el boyero.
De esta manera tan simple y natural nació, según dicen, el primer rancho, nido del gaucho argentino. ©